Unas elecciones, si me permiten el símil perverso, es algo parecido a empezar una nueva partida, abrir un nuevo juego. Se vuelven a repartir las cartas para cambiar posibilidades, correlaciones, agendas. Puede ser ―normalmente― que todo parezca que cambie para que nada cambie, como decía el de Lampedusa. Aunque la ciudadanía que vota es la que reparte las cartas, también puede ser (de hecho, es) que la banca siempre gane. Y es de esperar que así sea porque lo que se reparte en los comicios son, en una gran mayoría, cartas marcadas. Y no permiten "ir de farol". La "fiesta de la democracia" dura unas pocas horas. Muy pocas. Después, lo que queda para el día a día es, siendo generosas, una democracia tutelada y apañada.

Los partidos con silla asegurada, con opciones a ganar, son una especie de oligopolio de poder, con políticas públicas permitidas o incluso impuestas por sus acreedores. O sea, por quien les paga la campaña o por los corruptores habituales que no dejan espacio a la gente honesta, bajo la sombra de consensos más o menos lejanos (Washington, Bruselas) o pactos de austeridad que no convienen a la salud. Recordamos que hay listas electorales, en concreto del PP, que se han renovado de cabo a rabo porque no había ni un solo nombre libre de sospecha (o imputación) desde las pasadas elecciones. Pero si no han entrado en la prisión, siempre pueden disfrutar de una puerta giratoria. Demasiadas veces representación política afable y un puesto de prestigio en una gran empresa (o despacho) están a tocar, y si no, que se lo pregunten a Soraya Sáenz de Santamaría, la última protagonista del cambio de escenario.

El sistema político establecido es incapaz de deshacerse de su origen autoritario, franquista. En el Estado, por años y años, hubo un bipartidismo de formas y permisividad diferentes, pero hermético en lo que hacía falta e interesaba: un sistema impositivo que fomentaba desigualdades, una reglamentación laboral que laminara derechos a los trabajadores y trabajadoras, y unas libertades más o menos flexibles, pero siempre vigiladas. Este sistema en que la división de poderes, en la cumbre, es pura poesía, tampoco podía reconocer la plurinacionalidad evidente de su territorio y no aceptar el derecho de autodeterminación. Cuando después del 15-M el bipartidismo parecía haberse roto, solamente se produjo, por una parte, la caída de algunas caretas de rictus más amable y que se perfilaran, bajo la caricatura de Aznar, tres facetas de una misma fisonomía autoritaria.

El 28-A, a la sombra de la República, podría no ser una "fiesta de la democracia" más, del todo inocua para el poder establecido

Por otra parte, la descomposición y pérdida de consistencia de la socialdemocracia abrió brechas irreversibles en la capacidad de seducir, por más que su secretario general parezca sacado del papel couché. Desdichadamente, además, la incoherencia de una izquierda que se reclamaba del 15-M irrumpió en las urnas para no cambiar nada. Un tráfico muy rápido desde el asalto a los cielos hasta la aspiración de formar parte de los nuevos disfraces del "bipartidismo" transvestido que ahora se reparte entre cinco intentando reforzar con propuestas de ministerios de plurinacionalidad imposibles, por ejemplo, los puntos débiles (que son legión) de los gobiernos pasados y de futuro de Pedro Sánchez.

Sé que es muy difícil que, desde la izquierda, nuevos partidos entren en juego, sobre todo porque muchas ciudadanas y ciudadanos del común ya no creen demasiado en la "fiesta de la democracia". Desde la derecha, en cambio, es más fácil si cumples la condición básica de compartir el ADN económico y vínculos familiares con los exlatifundistas del hemiciclo y los monopolios de poder. Eso explicaría la coincidencia de voto, pasada y presente, de muchos partidos "nacionalistas" con los dos grandes y que se haga trinchera común en la defensa de la primera familia, la familia más Familia de todas las familias del Estado. A tanta distancia de millones y millones de personas que malviven pegadas a una rueda perversa, y a las que se quiere contentar, de vez en cuando, cediéndoles por breves instantes, cada cuatro años, unas cartas marcadas. Hasta que se toma conciencia. Y el sistema se resquebraja.

Tenemos cerca un 28-A bajo la sombra de la República, que quiere decir libertad. Un concepto y una práctica que contiene, en un punto significativo de su contenido, no sólo la libertad de los presos y presas políticos, sino la imposibilidad de que el Código Penal se imponga al ejercicio noble de la política y conduzca a juicios farsa, prohibiciones xantofóbicas o detenciones arbitrarias como las que se siguen produciendo bajo el jaleo y la furia de la campaña electoral.

República quiere decir también igualdad, y quiere decir fraternidad y sororidad. Por eso hay que reconocer, aceptar y luchar para que "la fiesta de la democracia" no dure 12 horas cada cuatro años, ni se alcen murallas chinas entre electores y elegidos, ni entre las leyes que salen del Parlamento y puesta en marcha el gobierno y las reivindicaciones populares. Quiere decir que lo que votaron más de 2 millones de personas en Catalunya se haga valer.

Por lo tanto, el ADN a compartir no es del Ibex: es lo que nos trae más justicia, más equidad y hace más amplios los derechos civiles, económicos, laborales, culturales y nacionales. El 28-A, a la sombra de la República, podría no ser una "fiesta de la democracia" más, del todo inocua para el poder establecido. Puede cristalizar en paradigma de cambio, en la alianza común, desde abajo y sin concesiones, con el feminismo y derechos del colectivo LGBTI a la vanguardia, la defensa del territorio, el internacionalismo, el antifascismo, la democracia radical y el republicanismo.