Ser excesivamente sensible al dolor es un problema, pero ser absolutamente insensible es uno de mayor calado, porque los que lo padecen terminan teniendo serios problemas al no percibir las señales de alarma que el cuerpo les emite respecto de determinadas dolencias o concretos padecimientos. A las sociedades les pasa lo mismo, y creo que a la española y a parte de la catalana les sucede algo similar no respecto de dolores o dolencias, sino en relación con sus propios derechos y los parámetros de lo que ha de ser tolerable y lo que no en una sociedad auténticamente democrática.

Llevamos años viendo cómo las instituciones, las estructuras sociales, los medios y las personas que dirigen de una u otra forma la vida pública van deteriorando la calidad democrática y van quedando en evidencia comportamientos que son absolutamente incompatibles con lo que resulta tolerable dentro de lo que ha de ser un estado democrático y de derecho.

Poco a poco van quedando al descubierto, probadamente, una serie de contubernios, comportamientos, actuaciones, tramas y corruptelas que dejan muy poco margen a la interpretación sobre lo que estaban pactando sus partícipes. Sin embargo, un caso tapa al anterior y así sucesivamente hasta que el cúmulo de situaciones es tal que ya nadie sabe ni dónde comenzó todo ni de qué va cada caso.

La insensibilidad a la que se nos ha venido arrastrando como sociedad es tal que parece como si nada de lo que estamos viendo, oyendo y descubriendo por distintas vías fuese suficiente como para poner un límite a todo esto y buscar una fórmula de regeneración democrática mediante o la exigencia de responsabilidades políticas, éticas y/o penales y, además, el apartamiento de los centros de decisión de esas personas que tan tóxicas resultan para cualquier democracia.

Escuchar, como estamos escuchando, a importantes personalidades políticas, judiciales, policiales y mediáticas pergeñar un uso espurio de lo público, también de lo privado o de ambos, con el único fin de servir a sus intereses es algo que debería llenarnos no de ira, pero sí de desprecio y rechazo y, aunque seguramente sea así, a fin de poder canalizarlo hacia ese proceso de regeneración democrática que, necesariamente, pasa por la exigencia de responsabilidades en sus distintas formas.

La corrupción no solo es llevarse dinero público, también es corrupción la manipulación de la escena política, de la policial, de la judicial y de la mediática para llevarnos hacia escenarios que no eran reales y se nos han presentado como si lo fuesen

En principio y a grandes rasgos, es evidente que los políticos están para dirigir y gestionar lo público; los jueces, para resolver, conforme a derecho, los conflictos que surjan; los policías, para investigar aquellos hechos que puedan ser constitutivos de delito y los periodistas, para investigar el comportamiento de todos los anteriores y entregarnos información veraz con el fin de que los ciudadanos podamos formar, informadamente, nuestro criterio y tomar las decisiones que consideremos oportunas.

Lo que no es normal es que entre políticos, jueces, policías y periodistas se planifique y decida cómo van a montar casos y situaciones para generar escenarios que ni se corresponden con la realidad ni son los que los ciudadanos merecemos conocer para tomar, como digo, nuestras propias decisiones.

La corrupción no solo es llevarse dinero público o mal usarlo para fines distintos de los previstos, también es corrupción la manipulación de la escena política, de la policial, de la judicial y de la mediática para llevarnos hacia escenarios que, insisto, no eran reales y se nos han presentado como si lo fuesen.

Solo desde la perspectiva de una sociedad muy enferma, con una profunda anemia democrática, es posible comprender que estas cosas no solo hayan estado sucediendo sino que sigan pasando y que todos continuemos sin revolvernos en contra de tales comportamientos.

Ante este tipo de comportamientos no es aceptable la equidistancia ni ningún tipo de cálculo personalista sino, simplemente, una reacción general que lleve a un escenario a partir del cual las cosas ya no puedan seguir siendo como hasta ahora.

Quienes, siendo conscientes de la situación y no actúan, porque piensan en lo propio, en sus particulares intereses, no se diferencian mucho de aquellos que nos han arrastrado hasta una situación de descomposición sistémica como la que se está viviendo actualmente en el Estado español, no solo no forman parte de la solución, sino que, además, son tan responsables de todo lo sucedido como los propios autores materiales de estas tramas y corruptelas.

Quienes, siendo conscientes de la situación, incluso habiendo sido víctimas de esta, se prestan para enjuagues que solo sirven para encubrir lo sucedido hasta ahora y sentar las bases de su repetición no solo no son parte de la solución sino, seguramente, parte esencial del problema porque esta anemia democrática es producto de un exceso de pactismo y una escasez de exigencias de marcada radicalidad democrática.

Situaciones como la que se está viviendo actualmente en el estado español no son nuevas ni dentro ni fuera de sus fronteras, pero en todos aquellos países en que han sido superadas se ha requerido una fuerte autocrítica social y, también y específicamente, se han asumido los costos que tiene un proceso de estas características y que, por doloroso e incómodo que parezca para algunos es evidente que pasa por un corte radical con el pasado, sus estructuras de poder, sus formas de actuación y sus entramados de corrupción que, como digo, van mucho más allá de la mera corrupción económica y alcanza a la sistémica.

La anemia democrática que vive España ha alcanzando tales niveles que, poco a poco se va acercando a un umbral de no retorno y, si a eso sumamos las ansias pactistas de quienes no solo no están sabiendo leer la situación y su gravedad, sino que, además, traicionando a los valores que decían representar están haciendo una apuesta egoísta, cortoplacista y, claramente, decantada por el mantenimiento del statu quo, es evidente que resulta muy ilusorio pensar que pueda existir una salida democrática a una situación que hace ya tiempo dejó de serlo.