La luz todavía no ha vuelto, pero intentaré poner luz a la oscuridad.

Lo habíamos visto por la mañana, sentado a dos sillas de distancia de Donald Trump, y era el más alto de una hilera de mandatarios con sueldo y obligaciones reales, muy alejadas de los deberes reales de una majestad borbónica. El rey Felipe VI tenía a su lado a la reina Letizia, cada día más encogida, allí, vestida de un negro de viuda de provincias galdosianas, seguramente porque así lo mandaba el protocolo, pero había otras "viudas", algunas reales, otras republicanas, que no habían traído el luto de casa como la señora Ortiz, monarca de España. Y una vez enterrado el papa Francisco, la reina regresó a Madrid, y el rey fue a Sevilla para asistir a la final de una copa que lleva el nombre de su cargo funcionarial, como antes llevó el nombre de Generalísimo, otro funcionario, este de extrema derecha. Dicen que, en la intimidad, Felipe VI es de derecha extrema.

El palco del estadio de La Cartuja estaba lleno hasta la bandera de autoridades y la balanza era de un madridismo sin complejos. Siempre se ha dicho que el rey es del Atlético de Madrid, pero de quien no es, es del Barça. No tengo pruebas, pero me juego el artículo 155 de la Constitución. Y madridistas excelsos estaba doña Isabel Díaz Ayuso, convencida —igual de que Madrid es España—, de que el Real Madrid simboliza, como la Armada Invencible, la grandeza de España, sin tener en cuenta que la selección española se nutre de jugadores que provienen de la Masia, la cantera del equipo representante de una región desarmada que es como un tumor maligno para los intereses de la presidenta de la Comunidad de Madrid. A Díaz Ayuso, eso de que la estrella nacional sea moro de padre no le debe gustar mucho. Y también estaba el presidente de la RFEF, Rafael Louzán, que es del Real Madrid, y el presidente de la Liga Profesional de Fútbol, Javier Tebas, falangista de corazón y demócrata por necesidad, y también fanático del equipo gobernado, con mano de oligarca, por Florentino Pérez, un rey en la sombra de un Imperio de la construcción donde nunca se pone el sol. Florentino tenía una expresión de crupier, a diferencia del presidente Joan Laporta, más barcelonista que los testículos de Joan Gamper y Josep Samitier juntos, y que allí, apretado, parecía el punto de la i al lado del rey. Suerte que, para compensar emociones viscerales, en su flanco se sentaba el Molt Honorable President Salvador Illa, seguidor del Espanyol, como no podía ser de otra manera, dada su equidistancia existencial con todo aquello que late. El Espanyol es el equipo apropiado para que en Madrid no te miren con desconfianza. Y del resto de autoridades, el alcalde de Sevilla, el presidente de la Junta de Andalucía, dos ministras y, supongo, algún miembro de la justicia y del poder de las cloacas del Estado acababan de conformar un belén donde faltaba un caganer.

Una vez hecha la composición del palco, me imaginé a mí, en medio de todo ese magma de poder, imposibilitado de saltar como un energúmeno y, de vez en cuando, cascarle una catalanísima botifarra al Mandela del fútbol por teatrero. Yo no me lo merezco, que me inviten a un palco, aunque una vez que me invitaron, supe controlar mis instintos más primarios y disfrutar del menú gourmet que servían en el backstage antes de que el árbitro pitara el inicio del partido y en el espacio temporal de la media parte. Si uno quiere sacar el vientre de penas, quince minutos no dan para mucho y el ansia por ponerte las botas puede hundir tu reputación. A mí no me han invitado nunca más.

En Madrid, la genética del poder está por encima de la ideológica y, como ha quedado comprobado, no hay nada más parecido a un español de izquierdas que uno de derechas

Puedo entrever qué sirvieron de menú a las autoridades presentes. No faltaría jamón de bellota, ni raciones de puntillitas, ni fino, ni tampoco cava, evidentemente extremeño, o de cualquier lugar no catalán, pero me habría gustado ver a su majestad, Felipe VI, llevarse a la boca un bocado de lomo ibérico, lejos de la mirada censuradora de la reina, tan amante de las sopas acalóricas, de los pescados a la plancha y de la vigorexia. Imaginar a Joan Laporta no cuesta mucho y los programas de humor rebosan cachondeo sobre el amor por la gastronomía de un presidente al que voté y seguiré votando.

Dicen que en el palco del Real Madrid se deciden gran parte de los destinos económicos de España, a diferencia del Camp Nou, donde había demasiado anticapitalista ecofriendly ebrio de poder pululando entre miembros de Foment del Treball y de PIMEC. En Madrid, la genética del poder está por encima de la genética ideológica y, como ha quedado comprobado, no hay nada más parecido a un español de izquierdas que un español de derechas cuando de trabajar para la capital del reino se trata. Ahora, en Montjuïc, las autoridades del palco tienen que ir tan abrigadas que no se les ve ni la cara, ni el cargo, ni la ideología. Y una de las cosas que deben de diferenciar el palco del Bernabéu del palco del Camp Nou es el protocolo. En Madrid, nadie debe de atreverse a llevarse un canapé a la boca hasta que don Florentino lo hace, mientras que en Barcelona, todo el mundo se zampa los canapés antes de que Laporta entre en el palco por miedo a quedarse sin manduca.

Y ahora que está de moda filmarlo todo, incluso a los jugadores en los vestuarios con una cámara con cerebro electrónico de voyerista masturbador, me gustaría ver el interior del palco a la hora del piscolabis. Quince minutos de cuchicheos, de risas vocingleras y de intercambios grabados, por ejemplo, por Real Madrid Televisión. Conversaciones del estilo, "hoy por ti, mañana por mí", con comentarios en off de una neutralidad propia de una televisión sin dueño evidente, pero teledirigida por un poder en la sombra. Una televisión ideada, por cierto, por Antonio García Ferreras, que ha hecho del "más periodismo" la marca de la impostura informativa. Y mientras la cámara de Real Madrid Televisión serpentea por el palco, me encantaría ver al rey con Florentino, al rey con Laporta, al rey solo, en el centro de todo ese universo de pedigüeños, donde el fútbol es lo de menos. Lo importante es eliminar con un palillo ese paluego de Joselito Cinco Jotas de entre los dientes por si tienes que pronunciar la expresión de las expresiones solemnes: "y qué hay de lo mío".