Este verano he estado en los Andes. Yo, que soy nacida y vivida en el Mediterráneo, no estoy preparada para las alturas, y la falta de oxígeno a partir de los 3.400 metros era una variable fisiológica que condicionaba mi día a día en Cuzco. Debo decir que, en general, los hombres (con un metabolismo energético basal más elevado) que me acompañaban tuvieron más problemas de adaptación a las alturas que yo. Las mujeres tenemos un metabolismo energético basal más bajo, lo cual hace que necesitamos diariamente menos calorías y, por lo tanto, menos oxígeno. Eso hace que tengamos que comer menos que un hombre del mismo peso, pero, al mismo tiempo, es una ventaja si estamos en unas condiciones menos favorables, como cuando nos encontramos a una altitud considerable o cuando estamos bajo el mar, haciendo submarinismo.

En todo caso, los humanos estamos mejor preparados para vivir a la altura del mar, donde hay más oxígeno en el aire que respiramos, que en las alturas donde, mucho o poco, notamos el efecto de la menor proporción de oxígeno en el aire que respiramos. A medida que subimos de altitud, incrementamos progresivamente la distancia del núcleo de la Tierra (y, por lo tanto, la disminución de la fuerza de la gravedad), y la atmósfera se va haciendo más tenue de forma progresiva. Si vamos a un pueblo o ciudad que está 500 metros por encima del nivel del mar apenas notamos la diferencia, pero a partir de cierta altura, esta disminución del oxígeno es cada vez más incapacitante. Pero eso lo notamos principalmente cuando hay que hacer un esfuerzo aeróbico, como correr o subir escaleras, pero si no tenemos que ejercer este esfuerzo aeróbico suplementario, no notamos esta diferencia de forma tan aguda. De hecho, si realizamos un ejercicio anaeróbico (un ejercicio muy intenso, pero corto en el tiempo, de manera que no hace falta que nuestros músculos reciban oxígeno), quizás nos puede beneficiar el hecho de que la fuerza de la gravedad sea menor. Considerando esta cuestión, ahora podemos explicar por qué en los Juegos Olímpicos de 1968, celebrados en la ciudad de México, situada a 2.240 metros sobre el nivel del mar, se batieron 22 récords olímpicos de muchas pruebas anaeróbicas en atletismo (como los 100 metros lisos, el salto de longitud o el salto de altura con pértiga). Entonces, me preguntaréis, ¿cómo somos capaces de sobrevivir a alturas tan elevadas como 4.000 metros o, incluso, 5.000 metros? Evidentemente, nuestro cuerpo se intenta adaptar a esa falta de oxígeno, y lo hace estimulando la fabricación de más glóbulos rojos, para poder captar más oxígeno y poder transportarlo a las células de todo el cuerpo. Esta adaptación se hace mediante una hormona que nuestro cuerpo fabrica, la eritropoyetina. Las personas que viven desde hace un tiempo a determinada altura tienen más glóbulos rojos en la sangre, lo que les permite suplir con más glóbulos rojos la menor presión de oxígeno en la atmósfera. Este es un recurso que muchos ciclistas (y otros deportistas de deportes aeróbicos) conocen y al que recurren a menudo. Se van a entrenar a lugares de mayor altitud, para después disfrutar durante un tiempo de un mayor número de glóbulos rojos en sangre, lo que les confiere una cierta ventaja transitoria en el ejercicio físico.

Hemos encontrado a los mamíferos que son capaces, al menos de momento, de vivir habitualmente a mayores altitudes

Por otra parte, además de este recurso adaptativo común —la capacidad de inducir la fabricación de un mayor número de glóbulos rojos— también algunas poblaciones humanas tienen variantes genéticas específicas que les permiten sobrevivir a más altitud, pero dejo este tema para otra ocasión. De hecho, de lo que os querría hablar hoy es de una sorpresa. Hemos encontrado a los mamíferos que son capaces, al menos de momento, de vivir habitualmente a mayores altitudes. Estamos hablando de montañas y volcanes con una altura próxima a los 7.000 metros por encima del nivel del mar, a una altitud nunca observada como hábitat para ningún mamífero. Eso es lo que ha sucedido en Llullaillaco, el pico inhóspito de un volcán de 6.700 metros en la frontera entre Chile y Argentina, donde solo sopla el viento y no hay ninguna planta, la temperatura siempre está bajo cero y el porcentaje de oxígeno es el 40% del que encontramos a nivel del mar. Se han identificado ratones vivos del género Phyllotis (ratones orejudos, o de oreja de hoja) a esta altura. De hecho, ya hace unos 50 años, se habían encontrado restos momificados por el frío en otros volcanes del desierto de Atacama, en los Andes, pero se pensaba que estos restos no correspondían a animales que vivían libremente en ese hábitat, sino que habían seguido a expediciones de incas hacia esas altitudes. Pero la comparación del genoma de estas momias con los ejemplares vivos demuestra que son parientes muy, muy próximos, podríamos decir que son primos hermanos, y el hecho de que se encuentren macho y hembras en una cifra muy similar, indicaría que se trata de una población. Es decir, no es una casualidad, ¡realmente estos ratones son amantes de las alturas!

Evolutivamente, esperaríamos que esta población tuviera diferencias muy marcadas y fuera una especie distinta a las que viven en regiones con una altitud menor sobre el nivel del mar, pero no es el caso. Curiosamente, cuando hacemos la comparación del genoma de estos roedores con el de sus compañeros que viven a nivel del mar, no se detectan diferencias significativas. Se trata, pues, de la misma especie, lo que permitiría inferir que, seguramente, estos ratones ya vivían a estas altitudes inicialmente, y habrían ido bajando y sobreviviendo sin problemas en otros hábitats más amables, donde la presión de oxígeno es más alta y el alimento, más frecuente. Siempre es más fácil adaptarse a la abundancia que a la escasez.

Así que el récord Guinness de los mamíferos capaces de vivir y reproducirse a la máxima altitud, en este momento, lo ostenta este pequeño roedor, Phyllotis vaccarum. Aún no sabemos qué podremos aprender de su capacidad de adaptación a un ambiente tan extremo, seguro que será muy interesante. Son animales únicos e intrigantes. ¡Larga vida al ratón orejudo de los Andes!