Corrían los años noventa y en las tabernas de Belfast se podía oír un comentario como este: 'Antes se arreglará el conflicto de Palestina que el de las calles en el norte de Irlanda'. Tan pesimista era el horizonte como tan brutal la violencia que todavía asolaba las calles de unos barrios segregados.

Afortunadamente, esta no es la Irlanda que se encontrará Oriol Junqueras. No es que haya desaparecido la violencia sectaria. Pero nada que ver con el enfrentamiento armado que ahí se vivía. La consolidación de los Acuerdos de Paz no solo ha permitido una notable mejora de las condiciones de vida. También ha catapultado al Sinn Féin como primer partido del norte del país.

La decisión de enterrar definitivamente toda veleidad armada para lograr la reunificación de la isla ha hecho que hoy los republicanos del Sinn Féin hayan dejado de ser unos parias para erigirse en una fuerza política posibilista y pragmática. La política del todo o nada ha sido sustituida por una reorientación estratégica que dibuja un futuro en el que todo es posible.

Tres cuartos de lo mismo ocurre en el País Vasco. Tanto que ahora la izquierda abertzale aspira, por primera vez, a adelantar al viejo PNV. Los apoyos electorales de las respectivas izquierdas nacionales se ha disparado tanto en Irlanda como en el País Vasco.

La política del todo o nada ha sido sustituida por una reorientación estratégica que dibuja un futuro en el que todo es posible

Y sí, evidentemente que hay disidentes. Personas y grupos que consideran que todo es una vergonzosa bajada de pantalones.

En Palestina, en aquellos años noventa en los que todo era pesimismo en las tabernas del norte de Irlanda, se incubaban los Acuerdos de Paz de Oslo. Y había esperanza. Todo se fue al garete porque los extremos —los sionistas radicales y los palestinos contrarios a los Acuerdos— se impusieron. El desastre estaba servido y así están ahora. Especialmente significativos fueron los ataques de la derecha nacionalista del joven Netanyahu contra Rabin, un halcón reconvertido en paloma. Un ultra lo asesinó mientras los islamistas alimentaban la derecha israelí con sus atentados suicidas. Como se suele decir, los extremos se tocan.

Probablemente, la situación catalana se parece más a la escocesa. Por la ausencia de violencia. También el SNP ha crecido apostando por el gradualismo y ubicando al partido en el centroizquierda. Y también allí tienen disidentes y han sufrido conflictos internos. Gradualistas contra fundamentalistas, tal como eran denominados unos y otros.

Es obvio que Oriol Junqueras ha defendido una reorientación estratégica en la línea del Sinn Féin o Bildu. Pero también del SNP. Como también es obvio que otros dirigentes políticos han jugado el papel de los puros, de los del todo o nada. Solo que en el caso catalán como una verdadera farsa. Porque aquí —a diferencia de Irlanda, el País Vasco o Escocia— el problema no era lo qué se negociaba, sino que el problema estaba quién lo negociaba. Los herederos de una larga hegemonía nunca han digerido que esta se pusiera en cuestión. He aquí el núcleo gordiano de la discrepancia, disfrazada de ardientes proclamas y de constantes invectivas, conjugando todo tipo de verbos, vilipendiando una estrategia de acuerdo y diálogo, con especial virulencia contra sus artífices.

Para terminar ahora, tras haber reprobado esta estrategia por activa y por pasiva, abrazándola por la puerta de atrás. Si yo fuera Junqueras, me sentiría inmensamente satisfecho, a pesar de tantos pesares.

Pues resulta que sí, que —en Euskadi, en Irlanda y en Escocia— sí que los alimentan migas, a la espera del pan entero. Parece que, en Catalunya, finalmente también.