Ponsatí sabe que llega tarde. Por eso tiene que dedicar buena parte de su discurso a justificar no haber roto con Puigdemont el Legítim hasta el tiempo de descuento. Sabe que necesita explicarse para ser creíble. A Ponsatí le hicieron ejecutar el triste papel de abanderada del nosurrender puigdemontista. Una versión extrema que servía indiscutiblemente a los intereses de Waterloo. Ahora todo parece poco ante aquel lastimoso quinto aniversario del 1 de Octubre. La fanática grada de animación fue de un nivel tan chapucero que daba pena. Si aquel día no se tocó fondo, es porque siempre se puede seguir cavando.

Ponsatí ha caído del pedestal por descubrir que Waterloo y su Consell per la República son la mayor estafa del post 1 de Octubre. El único principio que queda es el culto mesiánico disfrazado de liderazgo totémico. La palanca, el chantaje emocional. Hay que decir, en favor de Ponsatí, que la del 23 de abril es la mejor intervención que le he escuchado nunca a la efímera exconsellera de Educació. Centrada en problemas de país y no en la astracanada —que era la versión que cubría el flanco más visceral y romántico del Club de Waterloo— tuvo mucha más credibilidad. Ponsatí hizo una interesante reflexión sobre el carácter (individual o colectivo) reclamando coraje, que es imprescindible. Esta no es una cuestión menor, a menudo es la cuestión. Y poco o mucho se ha echado de menos por todas partes los últimos años. En todas las filas, en todas las casas. Pedro Sánchez, por ejemplo, es un mutante y su amenaza de dimitir en diferido es una autoenmienda a la totalidad a un hombre que, según Zapatero (libro de Màrius Carol), ni se encoge ni retrocede. Pero, en general, la buena gente agradece y premia la audacia. Y cuando menos, Pedro Sánchez había sido hasta la fecha un tipo audaz. Aunque la carta que le arregla la campaña a Salvador Illa lo desmienta.

Cuando el independentismo se rebaja a una cuestión de fe con un consejo parroquial que reparte a pedazos el cuerpo de Cristo, entramos en el terreno del misticismo, la superstición y la paranormalidad; de esta tomadura de pelo el grauperismo ha huido

Ponsatí, ante los 800 entusiastas paganinis, transmitió convicción en lo que planteaba. Una cierta autenticidad, ni que sea salpimentada de medias verdades. Sabe también que juega una partida desigual y que sus socios de la zanahoria a Ítaca ahora la quieren silenciar, desacreditar y arrinconar con el llamamiento al voto útil. De aclamada a proscrita. Como ahora les molesta, la tildan de desagradecida.

La turra de Graupera, en cambio, era más que previsible. Ninguna novedad, porque parte de lo que dijo ya nos lo había dicho en estos inacabables hilos en las redes sociales que son como dictámenes. Si Ponsatí ha pasado por ser la monja alférez del independentismo (o si queréis, Juana de Arco), Graupera es el ego de Catalunya. Hasta el punto de que entre su grupo es habitual la broma que ni en comidas distendidas Graupera se ahorra las turras.

Otra cosa es que ni que sea a veces plantea debates que sacuden conciencias. Sobre todo cuando evita mirarse el ombligo. Debates como el de la inmigración o la lengua en la escuela. Cuestionando el dogma, si bien proponiendo soluciones discutibles como mínimo. Sorprende al mismo tiempo la seguridad con que se autoafirma, la rotundidad, con aquella autoridad de sabelotodo que invita a preguntarse cuántos partidos ha empatado en su vida para estar tan pagado de sí mismo. A su favor, y esto tendría que estar fuera de toda duda, tiene convicciones y sueños. Y los defiende con vehemencia. Nada que ver con la ligereza de otros y su amoralidad. Eso hace peligroso a Graupera ante los que comparten con él aquel gen convergente que nunca muere. El suyo, sin embargo, es un gen disruptivo, de quien está decidido a ser cabeza de ratón antes que cola de león domesticado. De quien hace cruz y raya con un pasado con el que tuvo sus últimas lealtades pidiendo el voto por Artur Mas en 2012 y después posicionándose por la lista del president del 2015. Era su particular canto del cisne con su espacio natural.

De tanto repetir que los proyectos requieren money, en algún momento Graupera pareció uno de aquellos telepredicadores yanquis. En todo caso, tenía todo el derecho. Es tan lícito como imprescindible. Y puestos a pedir, que no sea con la boca pequeña, hablando claro y sin engatusar. Pasar el cepillo como aquel joven proyecto de Nacionalistes d’Esquerres en 1980. O tantos otros, para engrasar la maquinaria. Sin aportaciones de los parroquianos, no se levanta ninguna Iglesia. Y sin mentir, de cara a barraca, que no es una diferencia menor. En el Teatro Borràs, lleno hasta la bandera, a 12 euros la entrada. Transparente. Para financiarse. Construir un proyecto no es gratis.

El Consell de la República, en cambio, pretendió levantar 12 euros a 100.000 personas apelando a un carné que decían que era la transfiguración del voto del 1 de Octubre. Hay que tenerlos cuadrados. Cuando el independentismo se rebaja a una cuestión de fe con un consejo parroquial que reparte a pedazos el cuerpo de Cristo, entramos en el terreno del misticismo, la superstición y la paranormalidad. De esta tomadura de pelo, el grauperisme ha huido. ¡Gracias a Dios! Les honra y es meritorio ni que sea para dejar atrás tanta palabra en favor del tándem. Y de su lista, autonómica, mediática como ninguna otra.

El tándem Ponsatí-Graupera pedalea acompasado. No van sobrados. Tienen un considerable grupo de gregarios entregados. Y justo es en las últimas encuestas que empiezan a sacar la nariz. No es el caso de Aliança Catalana que tiene, viento en popa a toda vela, un pie y medio en el Parlament. Alhora no lo tiene tan cerca, en la terminología de no hace tanto que se ha querido estirar hasta deshilachar el calcetín. Tienen 15 días por delante, dar la campanada tal vez ha dejado de ser una quimera.