Al final votaremos en domingo de Carnaval. Ya no importan los motivos, que conoceremos el lunes; conoceremos cuáles son los derechos fundamentales en juego de los demandantes y sobre qué han prevalecido.

Vamos hacia las urnas, pues. Una elección parlamentaria supone más que pedir el voto por parte de los contendientes políticos, cosa para la cual hacen una serie de promesas. Supone responsabilidad.

Para verificar que sus promesas no son mentiras o pura retórica, sino propuestas comprensibles y, por más atrevidas que parezcan, factibles, tenemos que ajustar cuentas. Lo primero que debe hacer quien pide nuestro voto es desnudarse, políticamente claro está, ante nosotros, y exponer lo que han hecho. Aquí hay poco margen para la fantasía y el engaño: lo que ha hecho, lo que no ha hecho, cómo lo ha hecho y el decalaje con sus propuestas a los anteriores comicios son extremos fácilmente contrastables.

Pero no se trata que esta rendición de cuentas -después del sufragio, el  acto más inequívocamente democrático- lo hacemos para los nuestros adentros. ¡No! Debemos rendir cuentas públicamente, notoriamente y de forma contrastable. Si me pides el voto, dime que has hecho del anterior. Al más puro estilo de contrato de representación. ¿Quién renovaría uno representado suyo -una institución comercial tan nuestra- sino no nos rinde cuentas? Nadie. O sea, que, antes incluso que el programa -hoy herramienta tan desdibujada como los mítines-, ajustar las cuentas. Por favor.

A las intervenciones de los candidatos, de sus segundos y de sus partidos, de eso no se ha hablado. De un futuro esplendoroso si se los vota y más oscuro que el carbón si, temerarios de nosotros, no seguimos su guía, sí se habla. Pero de lo que han hecho y cómo lo han de dejado de hacer y por qué, ni un céntimo. Así pues, hablar de transparencia y gobernanza, tópicos de moda, y no practicarlas, parece el comportamiento de siempre.

Pasamos una brevísima, necesariamente incompleta y seguramente sesgada revista a lo que han hecho los partidos que ahora pretenden renovar nuestra confianza.

El primero de todos, el ganador, Ciudadanos. A pesar de ser el primer partido destacado en votos y escaños, ni siquiera intentó presentarse a la investidura, a lo cual tenía pleno derecho y ningún tribunal le hubiera negado. Pero tenían dos losas, que al final les ha hundido. Una: Ciudadanos no sabe hacer política, no compran la cultura del diálogo y el pacto: por lo tanto, no podía sumar nadie a su proyecto aunque fuera aritméticamente perdedor. Esa es la segunda losa: Rivera, ya instalado en Madrid, no quería tener en su currículum ninguna derrota. El egocentrismo sin medida lo ha llevado donde lo ha llevado, a él y a su partido, partido que no sabe ni respetar sus propias reglas, como es el caso de las primarias, que en Catalunya han acabado como han acabado. Los restos del naufragio, vaya.

La anterior versión de JuntsxCat y ERC, segundos y terceros en los resultados electoral del 21-D, han demostrado una infinita capacidad de mantener guerras abiertas, impropias de un gobierno de coalición, que no se disolvió cuando tocaba, hace un año, por puro tacticismo. Por eso la legislatura ha acabado como ha acabado. Con ganas de olvidarla y pasar página, aunque el futuro, vistas las encuestas electorales, no permite avistar escenarios más favorables para hacer política.

De acuerdo, el escenario es muy difícil, Catalunya es un poder bajo sospecha permanente, que tiene que superar incumplimientos, obstáculos y represiones de agentes no siempre controlados por el gobierno central, gobierno que tampoco es una maravilla de cohesión. Pero nada justifica la guerra de guerrillas que hemos visto practicar desde el Govern de Plaza Sant Jaume, especialmente cuando nos encontramos inmersos en una mortífera pandemia. Ya no se trata de que no remaran todos a una, sino que cuando unos remaran, los otros, pica en mano, pretendían agujerear la barca; unos más que otros, pero da igual. Como en los divorcios problemáticos, siempre se acaba peor de lo que se quiere, pues la situación es incontrolable. No tiene sentido señalar a quien rompió el primer plato. Ya no queda vajilla.

Deben explicar por qué dos partidos independentistas de tipo es tratan como se tratan, y especialmente los de ERC son tildados, al fin y al cabo, de colaboracionistas (botiflers), mientras esperaban que los de Junts se cocieran en su propio fuego de incoherencias, retóricas y construcción partidista apremiada. Los de Junts, herederos -aunque no quieran- de la amalgama que era Convergència, han sido catalizadores de la multiplicación de grupos (teóricamente próximos), que empequeñecen el espacio electoral del independentismo conservador, y pretenden volverse hegemónicos, cosa que ni está ni se la espera.

¿Habrán aprendido su lección para la próxima legislatura, en la que es muy posible que, repetidas de nuevo las cartas, los jugadores tengan unas manos más o menos parecidas? Por interés de todos, esperamos que sí.

Los socialistas experimentan una renovación más aparente que real, han realizado un simple cambio de cromos y la estructura del partido es la misma. Especialmente porque Salvador Illa, anterior Secretario de organización, se ha convertido en cabeza de partido. La aportación política de los socialistas ha sido escasa, si no irrelevante. Eso sí, y es de agradecer, con buen tono y sin crispar, salvo una habitual poli mala.

Los Comunes, en cambio, y pese a su poca fuerza numérica en el Parlamento han intentado favorecer el gobierno. Su abstención, después de intensas negociaciones, facilitó la aprobación de los presupuestos. Los Comunes, a pesar de diferencias ideológicas han intentado contribuir a la gobernanza del país.

La CUP, como declaró casi al inicio de la legislatura, `pasó a la oposición,practicando su política genuina, siempre imprevisible, con una necesaria voz crítica, pero maximalista además no poder.

¿Qué decir del PP? Sobrevivir sin deshilacharse ha sido su máximo éxito, pero ha sido un cero a la izquierda. Ha dejado en manos de Ciudadanos el cornetín de la crispación, las malas formas y la antipolítica. La discreción y algún movimiento para no parecer engullidos y poca cosa más.

Al fin y al cabo, una balance que no deja a los ciudadanos nada contentos. Para empezar a enderezar la situación, estos y otros graves errores políticos -ya no digo éticos- deberían reconocerse. Sin confianza ciudadana, los votos sirven de poca legitimación. Es pura rutina.