Hay personajes históricos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, sobre todo si los hemos visto, como quien dice, desde siempre. De pequeña recuerdo que en las noticias, los cargos papa de Roma, canciller alemán o presidente de la República Francesa iban indefectiblemente ligados a Juan Pablo II, Helmut Kohl y François Mitterrand. Lo mismo pasaba con el concepto de president de la Generalitat de Catalunya. La persona que iba detrás era Jordi Pujol. Ostentó el cargo desde que yo tenía 4 años hasta que cumplí los 27. En aquel momento, para mí —y supongo que para él también—, aquello era toda una vida.

La labor de Pujol en la construcción de Catalunya —después de una dictadura atroz y una falsa Transición— es innegable. Veníamos de un desierto y él y su partido comenzaron la edificación del nuevo país. Eran otros tiempos y negarle este papel clave sería faltar a la verdad. Igualmente, sería injusto no reconocer que el final de su etapa estuvo marcado por la corrupción y por una manera insana de aferrarse al poder (de él y de sus secuaces). El pacto del Majestic, con aquel miserable PP de Aznar, fue la estocada final. Una cosa es mirar por tu nación y otra es pactar con el demonio, a costa de tu gente. Y es que 23 años dan para mucho, también para demasiado clientelismo y tráfico de influencias. Así como se calcula la pensión de jubilación mirando, sobre todo, los últimos años cotizados, así también esta etapa final manchará para siempre su legado.

De aquella afición de aliarse con quien fuera para seguir aferrado al poder y para obtener una estabilidad institucional en el Parlament de Catalunya, nace el apoyo al Plan Hidrológico Nacional y al trasvase. Pujol quiso venderse una parte de Catalunya y esta parte era, para variar, el sur. El tiro le salió por la culata y aquel territorio históricamente maltratado y adormecido por fin resurgió y dijo basta. Estoy segura de que ninguno de los grandes estrategas de CiU se imaginaba aquel escenario de revuelta ejemplar y masiva. Allí, a finales del siglo XX, comenzó el declive de una era que ya se tambaleaba. En parte me puede saber mal por quien fue Jordi Pujol, pero me pesa más la alegría de ver cómo lo pudimos derrotar. David ganó a Goliat y salvamos el río Ebre de aquella agresión.

No es incompatible denunciar que el Estado español se ensaña con Catalunya a través de Pujol, mientras se recuerda el desprecio que el president ejerció hacia una parte de su país: el Ebre

Ahora que las garras judiciales del Estado español quieren destruir al expresidente y que lo utilizan a él y a su familia como chivo expiatorio de su rabia contra Catalunya, a mí, como catalana, me duele, pero conviene no olvidar ninguna de las dos caras de la misma moneda. España fue capaz de hacer caer un banco para hacerlo caer a él. Pero él tenía una cantidad indecente de dinero guardadita en Andorra, los famosos misales de Ferrussola. Da cierta vergüenza ajena ver cómo cargos, militantes y simpatizantes de la antigua CiU y de la actual Junts, salen en tromba en las redes sociales bien coordinados para defenderlo a capa y espada, resaltando sus luces pero obviando las sombras. En la cruzada por la independencia del país y contra el Estado colonizador nos encontrarán, lo que no vale es poner todo esto dentro del mismo saco que el resto de miserias y hacernos comulgar con ruedas de molino.

Aquella época de nombres de larga duración parece haber pasado a mejor vida. Las sociedades cambian, las dinámicas también y ahora los cargos son más volátiles (Putin y los Borbones aparte). De la misma manera que muchos nunca votamos a Artur Mas pero lo defendimos como president que promovió la consulta del 9N, también ahora reivindicamos la libertad de no caer en la desmemoria partidista: se puede reconocer y denunciar que el Estado español se ensaña con Catalunya a través de Pujol, y viceversa, al tiempo que se recuerda el maltrato que el president ejerció hacia una parte de su país. No es incompatible. Y sí, ahora sí toca hablar de ello. Porque cuando amamos la tierra no es fácil vivir con esta disociación, pero preferimos la duda incómoda que la certeza ciega de querer defender lo indefendible.