Después de la cumbre hispanofrancesa en Barcelona, Sánchez, que sigue proclamando a diestro y siniestro el fin del procés —pero no de la represión que depende de él—, tuvo la ocurrencia el pasado sábado de equiparar el independentismo con la ultraderecha. Para él, la manifestación de una parte del independentismo en Montjuïc, el jueves, y la exhibición antidemocrática del sábado encabezada por Abascal y colmada de intelectuales, políticos y expolíticos —algunos bien habituales— son dos caras de la misma moneda. De manera más fina, pero recuperando el tono nada respetuoso del pasado cercano, el editorial de El País del día 23 pasado incide en el mismo aspecto. El editorial, además, remacha el clavo, calificando de trumpismo al independentismo. Y utiliza este calificativo a pesar de reconocer que gracias, en parte, a los independentistas —ERC y Bildu—, hay una mayoría estable de más de 180 votos en el Congreso que ha permitido sacar adelante la agenda del gobierno de coalición. O sea que de día demócratas, de noche trumpistas. Y desencadenadores del rancio nacionalismo españolista; no, claro está, del elegante.

Con calificativos así, que parecen un improperio ni aislado ni casual, repetir los errores del pasado es una posibilidad que no queda nada lejana. Admitamos, como hipótesis, que el independentismo hubiera estado equivocado. No vale con la censura exterminadora total, ni fina ni burda. Vale lo que el españolismo con todas sus caretas no ha hecho: averiguar el porqué del independentismo. Sin determinar las raíces del problema y utilizando la represión como único instrumento, poca cosa se tiene que esperar de un futuro con distensión.

La respuesta de la fuerza de ley, no de la democracia, evita tener que analizar por qué las cosas son como son y no como nos gustarían que fueran

Al independentismo no se lo ha tildado nunca seriamente de injusto o huérfano de justificación. Se lo ha tildado siempre de ilegal. Sus pretensiones, desde el derecho a decidir a la independencia pasando por todos los estadios intermedios —recordemos el vasto informe del Consell per la Transició Nacional—, nunca se le ha dicho que no tuviera razón, ni que fuera en parte. Se le ha dicho siempre que lo que pedía era ilegal, sin entrar en si era legítimo o, simplemente, razonable. No se entraba nunca en la raiz.

Esta respuesta, en el fondo, la de la fuerza de ley, no de la democracia, y al final, de la fuerza tout court, evita tener que analizar por qué las cosas son como son y no como nos gustarían que fueran. Solo blandiendo la ley —y el insulto consecuente: desde ilusos a trumpistas—, se evita tener que pensar, de utilizar la razón. Es una pura ideología de poder, de superioridad, al fin y al cabo imperialista, dado que quien no lo acepte, recibirá el castigo que toque; castigo, sin embargo, no necesariamente previsto en la ley que se manda respetar.

No se trata de caer más o menos simpático, sino de ver que, si después de tres siglos las cosas no acaban de funcionar y que los apaciguamientos temporales son fruto de la represión, alguna cosa falla en el análisis de los legalistas. Quizás sería la hora de pactar con los disidentes una solución democráticamente legal. Dejarse de proclamas irreales y de insultos sería un buen primer paso. Tampoco es un paso en la buena dirección intentar el autoblanqueo normativo de cara a sufrir los mínimos reveses posibles en Europa, pues, como dijo la resolución de Schleswig-Holstein, allí también ven las noticias.