“... l'angúnia de saber-nos la mort / quan naixem nascuda a les entranyes” [... la angustia de sabernos la muerte / cuando nacemos nacida en las entrañas]. Así rezan un par de los doloridos versos del poeta valenciano Marc Granell. Así es cómo me sentí cuando supe que había muerto Rafa, mi profesor Rafael Aracil. En el oasis que es la vida, a veces se tiene la suerte de compartir el tiempo con algunas personas ―aun así, pocas― que tienen la virtud de hacerte sentir permanentemente joven. Son los maestros. Ya pueden pasar los años que, para los que hemos sido discípulos, estos maestros nos presentan nuestra propia imagen de juventud. Y cuando los maestros se van por ley de vida, porque es normal que los padres mueran antes que los hijos, tú los recuerdas cuando ellos también eran personas vigorosas, guías infalibles, un ejemplo que querías imitar para llegar a ser mejor. Cada instante que pasas con ellos es un tiempo ganado para la vida. 

Tuve tres maestros: Josep Benet (1920-2008), Josep Termes (1936-2011) y Rafael Aracil (1941-2022). Tres historiadores realmente extraordinarios. Benet me enseñó a ser meticuloso, casi notarial. Termes me transmitió el don de la audacia cívica y la capacidad de pensar históricamente la política. Con Aracil aprendí a ser analítico con el punto justo de escepticismo que te ayuda para poder averiguar la verdad de las cosas. Fueron tres maestros excepcionales. Pero con el profesor Aracil, con Rafa, porque es así como me sale llamarlo, mantuve siempre una relación muy especial. Casi a distancia, porque enseguida abandoné la historia económica para dedicarme al estudio del catalanismo de la mano de Termes. El ambiente historiográfico de quienes se dedicaban a estudiar los modos de producción y sus transiciones me aburría profundamente. Y eso a pesar de que Rafa era el más thompsoniano de todos los historiadores de la economía que ha dado la historiografía de este país. Me atrevo a afirmar que él fue el único que entendió qué quería decir el historiador marxista británico E.P. Thompson cuando hablaba de la economía moral de la multitud, un concepto historiográfico que recuperaba el protagonismo histórico de las personas, de la gente trabajadora, por encima de las superestructuras. Además, Aracil fue un pionero, junto con Mario Garcia Bonafé, su cuñado, y Manuel Cerdà, en la investigación sobre los vestigios materiales de la industria en el País Valencià: la arqueología industrial. En Barcelona, también creó escuela. Antoni Segura, catedrático de la UB y hoy en día presidente del CIDOB, es su principal discípulo.

En el oasis que es la vida, a veces se tiene la suerte de compartir el tiempo con algunas personas que tienen la virtud de hacerte sentir permanentemente joven. Son los maestros

Rafael Aracil i Martí nació en Alcoi en el seno de una familia acomodada. En las ciudades industriales no hay término medio, o has nacido obrero o en casa del patrón. Esto no se elige. La elección es posterior y cada cual abraza los ideales que le parecen mejores. Rafa fue un hombre de izquierdas desde muy joven. Él y su compañera, Mila Garcia Bonafé, una mujer fuerte y atlética, que sería profesora de INEF, han vivido una vida regida por unos principios progresistas inalterables. Llegaron a Catalunya de la mano de quien había sido su profesor en la Universitat de València, el doctor Emili Giralt i Raventós (1927-2008), y Ernest Lluch (1937-2000) los acogió en su casa. Giralt obtuvo la cátedra de Historia contemporánea de la Universitat de València en 1965. Los años valencianos de Giralt, apuntaba otra historiadora excepcional, Eva Serra (1942-2018), al escribir su necrológica, “fueron muy fecundos en docencia, investigación y actuación cívica. En la Universitat de València de aquellos años coincidieron la lenta salida de la coyuntura de posguerra, las ansias renovadoras de una minoría (en 1962 se publicó el significativo y decisivo Nosaltres, els valencians de Joan Fuster) y un grupo de profesores de calidad, entre ellos Emili Giralt. Desde la cátedra de historia contemporánea, Giralt renovó la docencia, formó investigadores como Alfons Cucó (1941-2002), Rafael Aracil o Manuel Ardit (1941-2013), entre otros, y estimuló el descubrimiento del País”. Aracil fue el único que se trasladó a Barcelona siguiendo las huellas del maestro, el hilo rojo que lo conectaría con la tradición historiográfica catalana que representaban Jaume Vicens Vives (1910-1960), Ferran Soldevila (1894-1971) o Jordi Rubió y Balaguer (1887-1982), después de que en 1971 Giralt se incorporara a la Universitat de Barcelona. Aracil tomó el legado de Giralt paso a paso, decididamente. Al igual que él, fue decano de la Facultad de Geografía e Historia de la UB del 1992 al 1998 y director del Centro de Estudios Históricos Internacionales (CEHI) del 1998 al 2005. Su máxima era muy sencilla: “Llega un día que tienes que devolver a la universidad lo que la universidad te ha dado a ti”. El compromiso también se manifiesta de esa forma.

Rafa tenía una mala salud de hierro. La última vez que hablamos, él estaba ingresado en un hospital y yo pasaba las largas horas de la quimioterapia hablando por teléfono con amigos. En cuanto a enfermedades siempre copié al maestro. Pero Rafa era un vitalista total. Me acuerdo de una vez que él estaba ingresado en una clínica, no sé muy bien por qué razón, y fui a visitarlo. La habitación estaba en penumbra y él estaba sentado cerca de la ventana, con una almohada encima de las piernas donde reposaba un libro. No era la primera vez que lo veía en aquella posición, tan propia de quien ha pasado mucho tiempo en un centro de recuperación para tuberculosos, y él también estuvo ingresado en un centro como esos. El libro era uno de Jean-Paul Sartre (1905-1980). No recuerdo el título, pero sí que era una versión original en francés. Me reí y le pregunté: “¿Por qué lees a un pesimista en un hospital?”. Él dirigió la mirada hacia mí y con una media sonrisa, tan sarcástica como bonachona, soltó: “La felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace”. En realidad, la sentencia no era suya, sino del mismo Sartre y seguramente acababa de leerla. Efectivamente, depende de nosotros que la vida tenga sentido. Y Rafa supo vivir. Ser un intelectual brillante no le impidió ser un gastrónomo voraz, tanto como Termes apreciaba el fútbol. Aracil fue uno de los impulsores, junto con otros dos profesores de la UB, el antropólogo Jesús Contreras y el medievalista Antoni Riera i Melis, del premio Sent Soví de literatura gastronómica que en 1997 instauraron conjuntamente la Universitat de Barcelona, la Fundación Ferrer Sala-Freixenet y RBA.

Pensar en la pérdida de los maestros provoca que surjan espontáneos unos versos de Ausiàs March que Raimon supo cantar de maravilla:

Amo con desmesura lo pasado,
que es no amar nada, porque ya se ha ido;
con este pensamiento me deleito,
pero sin él aumenta mi dolor,
como le ocurre al condenado a muerte,
que lo sabe hace tiempo y se conforta,
y, haciéndole creer en el indulto, 
lo llevan a morir sin un recuerdo.

(Traducción de José María Micó)

Adiós, maestro Aracil: contigo se marcha una parte de mí que, sin embargo, siempre llevaré dentro de mí. Como un tributo, como una deuda para agradecer quien soy. El profesor Aracil no tenía creencias religiosas, ni yo tampoco las tengo, pero la relación que manteníamos entre nosotros se ajustaba como anillo al dedo al modo como el pastor y pedagogo estadounidense Howard G. Hendricks (1924-2013) entendía la relación entre un maestro y un alumno: “La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón”.