Justo en el momento en que el tercer juicio contra el 1-O ha quedado visto para sentencia, la jueza de vigilancia penitenciaria, María Jesús Arnau Sala, ha aceptado un recurso de la fiscalía española contra el tercer grado concedido a cinco de los presos políticos. No serán los únicos en volver a la cárcel. Pronto lo harán los demás. Para los encausados en el tercer juicio (Mireia Boya, Ramona Barrufet, Anna Simó, Lluís Corominas i Lluís Guinó), la Fiscalía, la Abogacía del Estado y Vox (¡qué gran anomalía judicial!) piden penas de inhabilitación y multas por desobediencia. La represión sigue, gobierne quien gobierne, porque la justicia española se muestra implacable contra los protagonistas del procés, y el “gobierno progresista” no tiene la voluntad política de encontrar una solución. El estado quiere derrotar al independentismo y se aprovecha de las debilidades políticas de algunos partidos para dilatar cualquier solución. La famosa mesa de diálogo todavía está por poner. En los juzgados y en la cárcel los presos de Junts y ERC ingresan cogidos de la mano, porque la persecución política no distingue entre el amarillo de unos y el turquesa de los otros. El castigo es el mismo. Cuando están en la calle, en cambio, la falta de entendimiento entre Junts y ERC es total. Cada cual va por su cuenta y esto debilita al movimiento independentista. No existe unidad estratégica de ningún tipo.

La represión es el instrumento del poderoso para contener la disidencia política. Si en la década de los noventa del siglo pasado las guerras balcánicas generaron estupor y repulsa, hoy en día la oleada represiva que afecta a muchos estados provoca indiferencia. En China o en Turquía, o en Hungría o en Polonia, los gobiernos cambian las leyes para poder reprimir, en España el Supremo ha cambiado la ley para convertir la justicia en venganza y a los presos independentistas en rehenes permanentes a los que se tiene que reeducar, como en las mejores dictaduras. Algunos lo justificarán con el argumento de que el independentismo intentó forzar una negación con el estado con la proclamación de la República catalana y que esta amenaza de separación había que castigarla ejemplarmente. La represión une o separa según si se asume o no la culpa. Al exilio republicano le costó mucho suturar las heridas que había provocado la Guerra Civil y los enfrentamiento internos, que se puede decir que fueron una guerra civil dentro de la guerra civil, precisamente porque todos se culpaban del desastre. Las heridas de la guerra y la carencia de unidad de la oposición democrática —por otro lado muy reducida y dominada, sobre todo, por los comunistas—, facilitó la perpetuación del franquismo. El independentismo debería repasar las lecciones del pasado si no quiere quedar paralizado durante años. Es difícil negociar con el estado si al otro lado de la mesa la concordia no existe. Hoy la distancia entre las dos estrategias independentistas viene marcada por la metodología más que por los objetivos. “Uno no puede sentarse en una mesa con alguien que tiene el objetivo de que el otro desaparezca”, declaró Josep Rull en la radio esperando volver a su celda, mientras que Joan Tardà incluso riñe, vía Twitter, a los principales defensores de las tesis republicanas por haber osado criticar al PSOE. Tardà, quien también empieza a recibir las críticas de sus compañeros de partido, todavía se cree los tuits —entre cínicos e hipócritas— de Jaume Asens. La amnistía está en las manos de su gobierno si realmente Unidas Podemos cree que la justicia española no es justa. El inmovilismo y el oportunismo siempre van juntos.

En España el Supremo ha cambiado la ley para convertir la justicia en venganza y a los presos independentistas en rehenes permanentes a los que se tiene que reeducar, como en las mejores dictaduras 

El error de ERC con su propuesta unilateral de mesa de negociación con el estado es haberla convertido en moneda de cambio partidista para justificar la investidura de Pedro Sánchez. Los republicanos siguieron el ejemplo del pujolismo que en otros tiempos criticaban. Vincular los intereses nacionales a los de un solo partido da un rédito momentáneo, es la filosofía del “peix al cove”, pero, como se ha constatado, no lleva a ninguna parte. Cuando las cosas se han torcido, el castillo de naipes ha caído porque no tenía unos cimientos sólidos. Los pactos entre partidos políticos son como un puñado de arena bajo el agua. La autonomía es ahora menos de lo que era porque todas las ventajas obtenidas no se tradujeron en nada legislativamente hablando. Al contrario, el Estatut actual, después de los recortes parlamentarios y judiciales, es peor que el del 1979. Los políticos españoles tienen un plan, que une a la derecha con la izquierda, y que está muy bien resumido en el libro de Santiago Muñoz Machado, Informe sobre España: repensar el Estado o destruirlo. Este plan consiste en vaciar las autonomías por dentro sin tocar el recubrimiento. Esto quiere decir, simple y llanamente, que el presidente de la Generalitat, por ejemplo, puede aparentar que gobierna pero, en realidad, quien manda de verdad es el estado. Con las decisiones sanitarias se ha comprobado claramente.

La represión se propone acabar el trabajo anunciado por el director de la Real Academia Española. Se trata de reforzar al estado contra cualquier “amenaza”, externa o interna. Los discursos ultranacionalistas españoles contra la UE son preocupantes, pero no superará los límites de la eurofobia que pudiera poner en peligro el dinero europeo que necesita España para recuperarse económicamente. El independentismo es una amenaza mucho más real. Es por eso que los poderes del estado se ceban con los presos del procés. Quieren “agudizar las contradicciones”, como se decía antes, entre los independentistas y castigar la perseverancia. Puesto que nadie quiere rendirse del todo, ni los partidarios de la negociación sin condiciones, la represión política se aplica con el objetivo de acabar con la resistencia y ablandar todavía más a los débiles. La lógica del poder es esa.