Ha transcurrido un año desde el asalto de los extremistas al Capitolio para exigir la anulación de los resultados de las presidenciales estadounidenses. La complicidad con lo ocurrido de Donald Trump y de buena parte de los políticos republicanos fue escandalosa. Aquel intento de golpe de Estado se pudo contener, no sin una gran confusión, si bien los efectos todavía se ven. La extrema derecha está adquiriendo un protagonismo tan exagerado que la democracia está en peligro en todas partes. Asumiendo que el estado más poblado del mundo, China, está sometido a la dictadura comunista, en otros muchos estados asiáticos y africanos las dictaduras comunistas también perviven. Además, en 2020 el número de países que tendieron hacia el autoritarismo superó al número de países que avanzaron hacia la democracia. La pandemia acentuó la tendencia previa negativa que se había iniciado en 2015. Como manifiestan muchos expertos, desde la década de los años setenta, que es cuando comenzó la llamada tercera ola de democratización, que no se registraba en el mundo un retroceso democrático de esta magnitud. No es ninguna exageración. La persecución de disidentes, la restricción de la libertad de expresión y la limitación de los derechos fundamentales ya no es exclusivamente un fenómeno del tercer mundo o de los estados comunistas, poscomunistas o islamistas. Las democracias liberales también viven un proceso de degradación democrática que asusta. No es solo que Hungría, Rumanía, Polonia o Eslovenia den muestras de autoritarismo con toda impunidad. Es mucho más.

Desde Catalunya sería estar ciego ponerse a comentar la salud de la democracia sin tener en cuenta la represión contra el independentismo. Los independentistas han probado la represión del estado español con la misma intensidad que los demócratas de Hong Kong son reprimidos por China. La prueba son los informes policiales inventados, los cacheos desproporcionados, las detenciones arbitrarias y los juicios contaminados, los tribunales en manos del unionismo más descarado y un largo etcétera que convendría no olvidar. El error de mirar hacia otro lado ya los cometieron los demócratas cuando callaron ante las arbitrariedades del estado en el País Vasco simplemente porque el terrorismo etarra era, también, una muestra de vandalismo político y de intransigencia. Los derechos humanos no se defienden conculcándolos. Incluso los delincuentes tienen derechos. España forma parte de los llamados estados híbridos, puesto que, formalmente, es una democracia, pero en muchos aspectos es autoritaria y corrupta. Esta realidad solo pueden negarla los que hoy están alineados con el régimen del 78, bien porque forman parte de él, como Unidas Podemos, o bien porque el miedo, adquirido con la represión, les ha convertido en colaboracionistas, como por ejemplo Esquerra Republicana, EH Bildu y Compromís. El caso del profesor Hèctor López Bofill es paradigmático del momento que estamos viviendo. Oriol Amat, antiguo diputado independentista cuando el unionismo acusaba a la mayoría parlamentaria de impulsar un golpe de Estado el 6 y 7 de septiembre de 2017, ahora intenta expedientar a Bofill desde su posición de rector de la UPF por un tuit que es una opinión. El virus de la intolerancia se esparce después de la derrota porque unos cuantos articulistas, directores de periódicos y académicos buscan acomodarse a la nueva realidad. La censura de la libertad está a la orden día, en todas partes, como le acaba de ocurrir al amigo Xavier Roig con un artículo reciente.  

Todas las tribulaciones geopolíticas y comerciales que estamos viviendo, dominadas por el triple enfrentamiento entre los EE.UU., Rusia y China, apuntan a la necesidad de repensar el mundo. La pandemia obliga a ello todavía más

En todo el continente europeo las restricciones derivadas de la pandemia están inspiradas por un autoritarismo que hacía décadas que no se veía. Además, los tribunales se otorgan un papel político que no les corresponde de ningún modo. Los gobiernos toman medidas, y los tribunales actúan a sus anchas, sin la participación de la sociedad civil, que hasta antes de la pandemia era el principio básico de una gobernación consensuada en las democracias maduras. La tendencia es centralizar las decisiones, que nadie sabe muy bien cómo se han tomado, sin someterlas al control parlamentario. Solo los Países Bajos han cambiado la tendencia después de la entrada en el nuevo gobierno de los liberales de izquierdas y los verdes, que han impuesto a los liberales conservadores de Mark Rutte, jefe del gobierno, la creación de una comisión integrada por ciento cincuenta personas de varios sectores profesionales para intentar reducir las decisiones apresuradas ante la pandemia y sus efectos. No es un comité de sabios, sino un foro de debate de actores económicos, sociales e intelectuales que, además de proponer medidas, pretende restablecer la confianza de los ciudadanos. Los trabajos de esta comisión tienen que acabar a finales de enero y servirán para revisar el enfoque meramente sanitario de la pandemia. No basta con que los gobiernos expliquen a los ciudadanos las decisiones que adoptan, tienen que procurar implicarles en la toma de decisiones y rendirles cuentas en cada momento.

Mientras todavía estaba en marcha la Segunda Guerra Mundial, el 1 de julio de 1944 se reunieron setecientos representantes de cuarenta y cuatro estados del mundo en Breton Woods, el atractivo pueblecito al pie de las colinas que recuerdan los nombres de diez presidentes de los EE.UU. Se aprobó el plan de recuperación económica diseñado por el economista estadounidense Harry Dexter White, en contra de la opinión de John M. Keynes. La pretensión era reconstruir un mundo devastado por la guerra y reorganizar el capitalismo. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio son hijos de esa reunión y de la ortodoxia de los EE.UU., que rechazaban el modelo expansivo keynesiano. El sistema de Breton Woods agoniza desde hace algún tiempo porque fue un pacto de élites y solo entre estados. Todas las tribulaciones geopolíticas y comerciales que estamos viviendo, dominadas por el triple enfrentamiento entre los EE.UU., Rusia y China, apuntan a la necesidad de repensar el mundo. La pandemia obliga a ello todavía más. La UE ha demostrado que el inmovilismo ha convertido el continente en un actor secundario. No será fácil remontar. La desconfianza se ha generalizado y el descrédito de la política indica que estamos ante las puertas de una crisis social que, esta vez sin guerra de por medio, llevará a los demócratas a enfrentarse a los extremistas de derechas y de izquierdas y en contra de los estados autoritarios. El error seria recurrir a la ortodoxia de antaño. Restaurar la confianza no significa volver a la normalidad. Debe recuperarse la democracia y desenmascarar a los hipócritas. 

Que el 2022 sea mejor que el 2021 dependerá, en primer lugar, de si por fin se consigue controlar la pandemia en todo el mundo, como también lo será acordar una política global. No basta con aislar a Europa o a Nueva Zelanda si no se vacuna la población de África o de Latinoamérica. La fractura entre el norte y el sur sigue sin sanar. El mundo no ha distribuido vacunas y terapias contra la covid-19 de manera equitativa. En un mundo globalizado, el virus sale de China y muta en Sudáfrica. Es urgente, por lo tanto, la reforma de Naciones Unidas, un organismo que también se creó después de la Segunda Guerra Mundial y que está claro que hoy sirve de muy poco. Mucho antes de que estallara la pandemia ya se discutía sobre la reforma institucional de Naciones Unidas. El desbarajuste provocado por la pandemia, pero también el declive de la democracia hacen más urgente que nunca reimaginar el mundo y las formas de gobernarlo.