“No tenemos, Señor, la pretensión de debilitar, ni mucho menos atacar la gloriosa unidad de la patria española; antes por el contrario, deseamos fortificarla y consolidarla; pero entendemos que para lograrlo no es buen camino ahogar y destruir la vida regional para substituirla por la del centro, sino que creemos que lo conveniente al par que justo, es dar expansión, desarrollo y vida espontánea y libre a las diversas provincias de España para que de todas partes de la península salga la gloria y la grandeza de la nación española”. ¡Clarito y en español!

Este es el primer párrafo de la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, el llamado Memorial de Agravios, el primer acto político del catalanismo en España. Fechado en 1885, lo redactó Valentí Almirall después de la celebración de un acto en la Lonja de Barcelona con la participación de varias organizaciones económicas de la burguesía catalana (Fomento de la Producción Nacional, Instituto del Fomento del Trabajo Nacional, etc.), destacadas instituciones culturales del país (Consistorio de los Juegos Florales) y diferentes entidades catalanistas de cariz culturalista. Si leen el documento entero, se darán cuenta de que es, desde el principio al fin, una reivindicación de la personalidad de Catalunya sin poner en cuestión el Estado. Almirall, que era republicano, federal y de izquierdas, quería modificar la organización del Estado español para que Catalunya encajara en él por lo menos tal como era en la época anterior al 1714. Su ideario no era independentista, pero buscaba que la burguesía catalana, que era la única que entonces contaba políticamente, rompiera su relación con los partidos españoles y apostara por un catalanismo que se convirtiera, como así fue, en uno de los factores de modernización de Catalunya y de la regeneración de España. Pero la reacción en Madrid contra este manifiesto fue furibunda. Irracional, como también ocurre hoy en día, y donde el catalanismo declaraba su amor a España, ellos solo supieron ver la semilla del separatismo.

Almirall era un hombre tozudo y huraño, pero en su libro doctrinal Lo Catalanisme (1886) expuso, clarividente, que “el catalanisme regionalista no se satisfà amb un senzill canvi de govern ni d’institucions, sinó que aspira a molt més”. Debía impulsar, por lo tanto, una fuerte tarea de agitación cultural, al margen de las instituciones oficiales, y fundar una asociación política interclasista que se convirtiese en el instrumento para afrontar las elecciones y derrotar al caciquismo y la oligarquía que dominaba el Estado. Mi amigo Josep Pich, profesor en la UPF, en 2002 dedicó una muy buena monografía al Centre Català, que fue el primer artefacto político del catalanismo, creado en 1882. Desde ese momento el catalanismo actuó en Madrid, despojado de cualquier veleidad soberanista, del mismo modo. El catalanismo, si me permiten formularlo así, es una variante fallida del españolismo, sobre todo porque desde el principio tuvo que aguantar las embestidas del nacionalismo español excluyente. Es pongo un ejemplo para acabar la parte histórica de este artículo. El 6 de noviembre de 1886 el presidente del Ateneo de Madrid, el literato y político Gaspar Núñez de Arce, pronunció un conocido discurso en que analizaba —mejor dicho: valoraba y despreciaba— el catalanismo: “Desde sus primeros asomos literarios hasta sus últimas ruidosas manifestaciones, es como podremos apreciar con exactitud su verdadero propósito, el cual no es otro que el de crear, con los miembros palpitantes de la patria despedazada, inverosímiles organismos soberanos, cuando más, ligados entre si como una especie de Consejo anfictiónico, cada cual con poder ejecutivo propio, con Cortes soberanas, con administración distinta, con Códigos exclusivos, y si el caso lo requiere, hasta con diferentes lenguas”. En 1901, cuando el liberal Francisco Silvela era jefe del gobierno, calificaba el catalanismo de enfermedad nerviosa. O sea, una locura.

Preocuparse hoy por las repúblicas españolas es volver al programa de Almirall. Ese camino ya lo recorrimos sin éxito

De lo dicho hasta el momento ha transcurrido más de un siglo, y, sin embargo, a pesar del rechazo, el catalanismo ha insistido, como si fuera una maldición bíblica, en la autoflagelación, que los unionistas transforman en victimismo, movidos por el ideal almiralliano, proclamado el 1879 desde las páginas del Diari Català, según el cual “Catalunya, germana, no madrastra, de les demés regions espanyoles, estarà unida amb totes elles pels llaços de sang i del carinyo, no pels de la imposició i la violència”. En 2010 se acabó la paciencia de muchos catalanes. Y este catalanismo “buenista”, soñado —escribí en el anterior artículo—, no volverá, se pongan como se pongan los glosadores de Joan Maragall. “L’escolta Espanya” del poeta ha caducado y, por lo tanto, la transformación soberanista del viejo catalanismo tiene por delante el reto de definir hoy cómo será la ruptura con España, el adiós definitivo, que era la salida que también apuntaban los versos finales de la oda. Por eso los viejos diputados autonomistas ya no sirven para dirigir este trabajo. Si el pobre Dr. Robert tuvo que oír sentado en el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo que era un sedicioso separatista porque defendía las Bases de Manresa de 1892, que no eran más que la versión retrógrada de lo que había planteado Almirall, imagínense ahora qué dirán sobre los diputados soberanistas presentes en los hemiciclos del Congreso y el Senado la prensa y los partidos nacionalistas españoles, que lo son todos.

En Madrid no se puede ir con el ánimo de bloquear nada, pues la reducción apolítica del programa de ruptura que debe dominar la agenda catalana. Esta es la cuestión. Cuando los diputados y senadores soberanistas catalanes se monten en el AVE para trasladarse a Madrid no deben imitar a los que no lo son, que, como el PSC o En Comú Podem, subordinan la agenda catalana a los intereses del partido madre, que es quien toma las decisiones de verdad. El soberanismo, que solo puede entenderse como sinónimo de independentismo, tiene que hacer política. Y tan político es negociar una investidura con un programa real de recuperación democrática, como impedir la formación de un gobierno que sea perjudicial para la acción política independentista. La política de ruptura con España no es una carrera de 100 metros. No lo era ni antes ni ahora. Esto que Gabriel Rufián, el chico de las 155 monedas de plata, ha aprendido por los efectos de la represión, debe entranos en la cabeza para ahorrarnos los sermones de los sabios articulistas de la antigua sociovergencia —y la corrupción, no lo olvidemos— y para evitar que el Estado nos vuelva a engañar con promesas baratas.

Preocuparse hoy por las repúblicas españolas es volver al programa de Almirall. Ese camino ya lo recorrimos sin éxito y convertirlo ahora en el eje de la acción en Madrid será el talón de Aquiles del soberanismo. Lo será tanto o más que la alocada pretensión de acudir a Madrid para bloquear no se sabe qué cuando, en realidad, ERC, JxCat y el Front Republicà van a su bola, con lo que se exponen a debilitar la fuerza que obtengan por falta de unidad y por la enfermiza competencia entre partidos. Si la agenda política del independentismo la impone Pedro Sánchez y La Vanguardia, es seguro que los independentistas no tendrán ningún papel en Madrid. Si la dominan ellos, entonces podrán tomar las decisiones más favorables a sus intereses para conseguir el derecho a la autodeterminación. No será cosa de dos o tres días, no seamos ingenuos otra vez, pero tampoco superará una legislatura si somos capaces de continuar provocando la inestabilidad del sistema. Comprendo que a los conservadores este escenario les provoque pánico, pero es la única forma de forzar al Estado a negociar algo. Y mientras tanto, estaría bien que en Catalunya el gobierno autonómico no se olvidara de gobernar poniendo de relieve los déficits del autogobierno, que es la razón por la que el viejo catalanismo se ha transformado, después de la condena de más de ciento años y de un día a trabajos forzados para reformar España, en un movimiento independentista interclasista y democrático. Solo falta que los del Foment entiendan, como lo entendieron sus antepasados, que si no se apuntan a la oleada popular soberanista se convertirán en residuales, súbditos del nordeste peninsular. La nada más absoluta.