En política las malas decisiones se pagan. El año 2012, Artur Mas convocó elecciones anticipadas con la creencia de que rentabilizaría la primera gran movilización soberanista del Onze de Setembre. Le asesoraron muy mal. Perdió 12 diputados. Ningún gobierno europeo se habría atrevido a convocar elecciones en un ambiente que era una olla a presión por los recortes sociales que aplicó, antes que ningún otro gobierno del entorno, el conseller Andreu Mas-Colell. A partir de aquella mala decisión, el declive de los convergentes fue imparable. Ayudaron a ello otras cosas, claro está, para empezar que CDC, a diferencia de UDC, no supo calibrar que, caminando hacia el 9-N, el Estado le asediaría con las pruebas que tenía sobre el fraude fiscal de Jordi Pujol y la corrupción del partido. CDC era un partido del régimen del 78 y tenía —a pesar de que quizás no tendría que hablar en pasado— las mismas taras que los otros. UDC, también, y por eso no existe ni con un pseudónimo, y sus dirigentes acabaron protagonizando la estampida más espectacular de los últimos tiempos. Compraron la “libertad provisional” con el silencio.

Pedro Sánchez y Albert Rivera son víctimas del mismo error que cometió Mas en 2012. Para Rivera se ha traducido en la muerte instantánea. Para Sánchez ya se verá. Sánchez ganó la moción de censura que apartó a Mariano Rajoy del gobierno debido a la crisis catalana. Sin el desastre monumental que provocó Rajoy en octubre de 2017, Sánchez no habría conseguido los apoyos para el relevo. Una vez instalado en el poder, Sánchez se olvidó de ese apoyo y optó por el camino de intentar aislar y ahogar el independentismo. Sánchez y Rivera se añadieron al festival de la extrema derecha, gran protagonista del macrojuicio contra el independentismo, con Vox en el papel de acusación particular. Si Sánchez e Iglesias desean que el Pacto de las 6 horas dé resultado, tendrán que cambiar de actitud con respecto a Catalunya y olvidarse de la cantilena, impuesta por Cs, de que el diálogo tiene que ser entre catalanes.

La derecha y la extrema derecha son irrelevantes en Catalunya porque para la mayoría de catalanes el conflicto es con el Estado. Entre catalanes las discrepancias se resuelven votando, como en todas las democracias del mundo. Guste más o guste menos, la democracia en Catalunya funciona, lo que permite que Ada Colau sea alcaldesa con los votos de Cs, el partido que ahora es denigrado por su extremismo fascistizante, y JxCat gobierna la Diputación de Barcelona con el PSC, uno de los verdugos del independentismo. La Generalitat dispone de datos muy contundentes de hasta qué punto la xenofobia anticatalana está muy arraigada entre los españoles. No se puede intentar ser Macron y Le Pen a la vez, que es la fórmula Rivera-Arrimadas —y, también, la de otro fracasado: Manuel Valls—, sin generar odio. Las maniobras de los últimos días de este francés con orígenes catalanes para intentar presidir el gobierno español han sido patéticas.

El independentismo tiene otro match point y para aprovecharlo debe hurgar en las contradicciones de la izquierda española

Los asesores de Pedro Sánchez actuaron como el grupillo que provocó el tropiezo de Artur Mas. A Sánchez le recomendaron echar por la borda dos pactos posibles, con la izquierda y con la derecha, sin calcular que, nuevamente, la crisis catalana tendría efectos explosivos para la política española. Las televisiones estatales escondieron el juicio-farsa a los españoles, pero los catalanes lo pudieron seguir entero a través del 3/24. La indignación de muchos catalanes fue en aumento hasta que, después de la sentencia, estalló el octubre de 2019. Las grandes revueltas son otoñales. La movilización ciudadana desbordó los partidos clásicos y las calles de Catalunya, especialmente de Barcelona, se convirtieron en un campo de batalla que ha dado la vuelta al mundo. Lo puedo confirmar. La represión indiscriminada no pudo detener la Revuelta de Octubre. Se acabaron las sonrisas. Nadie, si es que no es un bobalicón, puede atreverse a reír, aunque solo sea levemente, ante la brutalidad policial, los encarcelamientos y las vejaciones como las que se vieron en los momentos más críticos de confrontación.

Lo que era imposible el 28-A, ahora se ha convertido en una solución exprés, pero en peores condiciones. El Pacto de las 6 horas puede convertirse en papel mojado, tanto como lo fue el preacuerdo de 2016 firmado entre Sánchez y Rivera en la sala de los retratos “constitucionalistas” del Congreso. PSOE y UP están más debilitados hoy que con anterioridad al 10-N, Cs es el nuevo CDS, Vox ha rentabilizado la promoción gratuita que le han proporcionado los tribunales y los medios de comunicación, y el independentismo es más fuerte hoy que hace dos meses. Un resultado “Redondo”, como leí que alguien escribía en Twitter con sorna. Que Vox haya obtenido más de 50 diputados bloqueará el Congreso con recursos presentados al TC. ¿Ya se puede decir en voz alta que Andalucía es el primer gobierno autonómico con presencia de un partido de extrema derecha que han blanqueado PP y Cs? Angela Merkel no lo habría permitido jamás. Pero, claro, ella es “hija” de Helmut Kohl, y Pablo Casado, en cambio, de Fraga Iribarne y José M. Aznar. No cabe decir mucho más.

El 10-N da otra oportunidad al independentismo. Miquel Iceta, que tiene muy bien controlados a los líderes republicanos y toma por estúpidos a la mayoría de los independentistas, ya ha empezado la campaña de presión a ERC y JxCat con un eslogan infantil: “Quien vote no a Sánchez, estará votando a Vox”. Cuando el grado de politización es alto, hacer política con consignas no lleva a ninguna parte. Las elecciones generales en Catalunya han demostrado tres cosas. Primera, que ERC es el primer partido de la izquierda, pero que esta anhelada victoria les lleva a perder fondo nacional e independentista. Las ambigüedades de ERC le han costado 150.458 votos. Segunda, que JxCat solo aguanta la posición, e incluso la mejora, cuanto más se asemeja a la fórmula del 21-D de 2017. Laura Borràs y Roger Español son dos versiones del puigdemontismo y eso inquieta al establishment, que lloriquea suplicando el retorno de Artur Mas para “matar” de una vez por todas a Carles Puigdemont. Tercero, que la CUP se beneficia de la desafección de muchos electores de ERC y de unos cuantos de JxCat, los que no se tragan el argumento de que la represión de los Mossos d'Esquadra esté justificada para no perder una competencia que, a efectos prácticos, ya está perdida.

Los tres grupos independentistas suman 1.642.063 (42,4%) y 23 diputados en el Congreso. Una minoría parlamentaria importante. La relevancia de esta minoría quedará demostrada si el independentismo sabe rentabilizarla sin librarla con el vasallaje de la moción de censura. Los que reclaman política tendrían que recomendar a los parlamentarios independentistas que previamente a caer rendidos ante el acuerdo PSOE-UP exijan algo a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias. ERC ya debe de haber aprendido la lección, porque le ha pasado como al PSOE: ha ganado perdiendo. Laura Borràs, que tiene ahora más poder moral que hace unos meses, tendrá que contener a los neoconvergentes que quieren dar el paso atrás que en campaña JxCat prometió que no daría. Para poder contenerlos, deberá decidirse a reunir de nuevo el pluralismo que hizo posible la victoria del 21-D. La CUP, en cambio, tendría que imitar la transformación de los de EH-Bildu y hacer política tan seria como la del diputado Jon Iñarritu, que cada vez pisa más los talones al PNB. El independentismo tiene otro match point y para aprovecharlo debe hurgar en las contradicciones de la izquierda española. Si el nuevo gobierno PSOE-UP no comporta más libertad y menos represión, entonces es que es un retroceso.