Todo el mundo llora por Notre-Dame. Las llamas han excitado a los ricos. Ayer ya se habían conseguido mil millones de euros para reconstruir la catedral destruida por un fuego nada redentor. El canónigo de la sede parisiense debe de estar contento, a pesar de la desgracia, porque hasta que el zarpazo del fuego no ha quemado la aguja catedralicia, no había conseguido reunir los 150 millones de euros para necesitaba para tirar adelante las obras de reparación que ahora han provocado el drama. La conservación del patrimonio, como el estudio de la historia, necesita de grandes desgracias para las empresas desembolsen multimillonarias donaciones. Si no es así, la mayoría ni sé da cuenta de que el patrimonio amenaza ruina. La vida necesita del drama para seguir siendo vida, como las sociedades avanzan a golpe de conflictos. La destrucción del arte puede llegar a tener las virtudes terapéuticas que le otorgan Alain de Bloom y John Armstrong. El arte, al final, forma parte de la vida y los grandes donantes, a pesar de que a menudo se esconden detrás del nombre de sus empresas, también son personas. Deben de sentir la necesidad, como todo hijo de vecino, de explicarse. Y el arte es una forma de hacerlo.

Pero la generosidad necesita una justificación. Un empujoncito. O quizás baste con la vanidad, con el sentido de posteridad que a veces esparce billetes a chorros. En 1882, el empresario Manuel Girona y sus hermanos sufragaron el concurso de edificación de la fachada neogótica de la catedral de Barcelona. Habían transcurrido cuatrocientos años desde las últimas obras y la Exposición Universal de 1888 fue un buen motivo para poner en marcha aquella iniciativa. Siempre hace falta un buen motivo. Después de los atentados de 2015, los parisienses se aferraron al lema en latín de la capital francesa: Fluctuado nec mergitur. Se tambalea pero no se hunde. Notre-Dame también se tambalea pero tampoco se hunde. Emmanuel Macron adoptó un tono filosófico en el breve discurso televisado posterior a la desgracia. Advirtió a la ciudadanía de la fragilidad de la vida, de las obras y de los actos materiales y espirituales que hacen los hombres. Como todo lo que se hace en Francia está vivo, por esa misma razón es frágil. El fuego de Notre-Dame puesto al servicio del patriotismo banal más refinado, de la unión nacional, que provoca la adhesión sin fisuras de los populistas de izquierdas y derechas Jean-Luc Mélenchon y Marine Le Pen. La desgracia de Notre-Dame no puede acabar como los náufragos de la balsa de la Medusa, aquella poderosa escena del cuadro que pintó Théodore Géricault en 1818, quienes se esfuerzan dramáticamente para ser vistos por una fragata que finalmente los abandona. Macron necesitaba un balón de oxígeno y lo ha encontrado entre las cenizas de la catedral. Después del impacto destructivo de los chalecos amarillos, que fin de semana tras otro han arrasado los Campos Elíseos con una furia social tan destructiva como comprensible, Macron ha encontrado una solución inesperada. El incendio de Notre-Dame es el clavo que saca otro clavo.

El Gobierno francés aprobó ayer una serie de medidas para poner en marcha inmediatamente la reconstrucción de Notre-Dame. Macron tiene tanta prisa que quiere que la reconstrucción esté terminada en cinco años. Si al fin se cumple el pronóstico presidencial, Notre-Dame volverá a brillar antes de que el templo de la Sagrada Familia esté acabado. Paradojas de la vida. Quizás es que aquí las familias ricas no lo son tanto o bien lo son menos que los Pinault, los Arnault o los Bettencourt, verdaderos magnates. O quizás es que nuestra ley de mecenazgo es absurdamente restrictiva, como es evidente. En todo caso, el dinero se ha movido en favor de la cultura. Un estallido de generosidad que incluso ha llegado a la Eurocámara. En el último pleno del Parlamento Europeo antes de las elecciones del 26-M, Antonio Tajani, el impresentable presidente conservador de la institución, ordenó poner una especie de caja a la salida del hemiciclo, no sé si de cartón, para que los europarlamentarios hicieran donaciones, como quien pide limosna a la salida de una iglesia. El conservadurismo se delata con los detalles de quien hace según qué.

Notre-Dame será reconstruida. No lo duden. Si estamos de suerte, además, la reconstrucción incluso puede ser original. Macron no quiere hacer como Manuel Girona, que en las bases del concurso que él sufragó para reconstruir la catedral barcelonesa, exigió que la nueva fachada se ajustara al estilo gótico. El ganador del concurso, el arquitecto Josep Oriol Mestres se inspiró en las trazas realizadas en 1408 por Carles Galtés de Ruan, un arquitecto gótico francés, precisamente, a quien denominaban maestro Carlín. La reconstrucción de Notre-Dame puede ser un reto para los arquitectos osados que, como la italiana Gae Aulenti, en 1991 propuso situar un calcetín gigantesco en el Salón Oval del futuro MNAC, una escultura obra del pintor Antoni Tàpies, que provocó un incendio político tan virulento como el que esta semana ha decapitado uno de los símbolos de París. Francia no es Cataluña. Al final y al cabo, el presidente François Mitterrand osó encargar el diseño y la construcción de una colosal pirámide de vidrio y hierro, rodeada por otras pirámides más pequeñas, para que fuera la nueva entrada el Museo del Louvre, otra de las joyas arquitectónicas de la capital del Sena. Algunos políticos saben darse mérito mejor que otros.