Ayer se cumplieron 136 años de la presentación del Memorial de Greuges. Todos los historiadores del nacionalismo catalán consideran el acontecimiento como el punto de partida del catalanismo político. La amenaza de la firma de un convenio comercial entre España e Inglaterra y los intentos de unificación del derecho civil movilizaron el Centre Català para oponerse a ello. Tal y como mi amigo Josep Pich ha explicado en dos libros magníficos publicados por la Editorial Afers, el Centre Català fue la primera organización catalanista, creada por el republicano Valentí Almirall. Y que el año siguiente, o sea en 1886, publicó el primer libro doctrinal, Lo Catalanisme. El Memorial, escrito en castellano porque iba dirigido al rey Alfonso XII, en realidad se llamaba Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, y era un documento defensivo, suscrito por entidades empresariales, obreras y culturales catalanas, que denunciaba el centralismo, pedía el proteccionismo económico para la industria catalana, amenazada por los tratados de comercio mencionados, y el mantenimiento del derecho civil catalán ante la amenaza gubernamental de elaborar un nuevo código que fuera único para toda España. Han sido muchos años de lucha pedagógica del catalanismo. Sobre todo, visto lo que sucedió el día anterior de este aniversario, con los suplicatorios a los eurodiputados de Junts exiliados y la revocación del tercer grado de los presos políticos. No, no se han modificado demasiado las actitudes españolistas.

La falta de unidad es ahora superior a la de hace una centuria, pero quizás valdría la pena que los dirigentes actuales aprendieran que, más pactistas o menos, para el españolismo el independentismo es un delito que hay que reeducar

El cuerpo central del catalanismo —ya fuera en la versión izquierdista republicana, o fuera en la derechista y católica del obispo Torras i Bages— no ha sido nunca separatista. Ni el famoso Seis de Octubre de 1934 lo fue para Lluís Companys. No quiero decir que no hubiera personas y grupos que reclamaran la independencia, pero aparecerían más tarde, al final del primer cuarto del siglo XX, con Francesc Macià como estandarte. En cambio, para los poderes del Estado y los ambientes intelectuales, el catalanismo era la anti-España, un nacionalismo disolvente, desde sus orígenes. Ahora da risa leer el montón de artículos que se publican en la prensa madrileña —y también barcelonesa— donde los que los escriben, antes nada proclives al catalanismo, sostienen que sienten nostalgia de este nacionalismo catalán entregado a la denuncia permanente del centralismo y que, en su época, la política oficial española acusaba de promover el separatismo. Se ve que el unionismo sueña con la aparición de un nuevo Cambó que pueda volver a proclamar, como Niceto Alcalá Zamora, que no se puede ser al mismo tiempo "el Bismarck de España y el Bolívar de Catalunya" y que mañana será otro día. Aunque se trataba de una exageración iracunda, este tipo de acusaciones han servido para intentar neutralizar la acción política del catalanismo. Jordi Pujol, el cual tampoco era independentista, más allá de la retórica nacionalista, hoy día también es reivindicado por los que lo combatieron acérrimamente durante sus veintitrés años de mandato. Jordi Pujol es el nacionalista bueno delante del pérfido Carles Puigdemont, que osó, aunque no le saliera bien, encarar la autodeterminación de Catalunya para conseguir la independencia.

En 1885 la Llotja se llenó de gente con un espíritu unitario muy general y el catalanismo, hasta entonces minoritario y poco organizado, se convirtió central en la política catalana, hasta el punto de que en 1901 consiguió ganar las elecciones, con una candidatura que hoy llamaríamos de la sociedad civil, destrozando el caciquismo y los pucherazos del sistema parlamentario corrompido por las normas de la Restauración establecidas por Cánovas del Castillo. Lo más curioso de esta historia es que el independentismo más de un siglo después de todo esto que acabo de explicar ya tenga el apoyo de muchos más ciudadanos, pero que los dirigentes del 1-O no estén preparados para encarar el reto. El mismo día en que el Parlamento Europeo levantaba la inmunidad parlamentaria de Carles Puigdemont, Clara Ponsatí y Toni Comín con gran alegría de la Moncloa, y que el juez de vigilancia penitenciaria revocara el tercer grado de los presos políticos, ha tenido lugar la primera reunión conjunta entre ERC, Junts y CUP para abordar la formación del nuevo Govern. El encuentro ha acabado sin ningún acuerdo. Ni siquiera han tenido la astucia de emitir un comunicado conjunto sobre lo que acababa de pasar. La falta de unidad es ahora superior a la de hace una centuria, pero quizás valdría la pena que los dirigentes actuales aprendieran que, más pactistas o menos, para el españolismo el independentismo es un delito que hay que reeducar. Tendrían que aprender que el agravio sin la acción no sirve absolutamente de nada.