“Hay faraones en los países vecinos”, declaró el presidente ucraniano Volodímir Zelenski en una entrevista que le hicieron Anne Applebaum y Jeffrey Goldberg para The Atlantic. Estaba previsto que la conversación se publicase el Viernes Santo, un día de significación católica que coincide con el inicio del primer séder de Pascua, la fiesta judía que conmemora la liberación de un pueblo esclavizado por los faraones egipcios. Zelenski es judío y cualquier otro judío puede entender perfectamente el significado de la metáfora presidencial. No es que el líder de los ucranianos anhele vagar por el desierto durante cuarenta años. Ningún pueblo —ni ninguna persona— aspira al exilio. La mayoría de la gente desea ser libre. La libertad, no obstante, siempre tiene un precio. En Ucrania el precio es caro y las bombas matan personas, destrozan edificios y ennegrecen el paisaje. Putin —con el apoyo de muchos rusos, demasiados— está decidido a eliminar Ucrania de la faz de la tierra y el éxodo de los ucranianos que vagan por el mundo es masivo.

Guerra y propaganda son casi dos palabras sinónimas. En Rusia, el estado ha ordenado a los editores que eliminen la palabra “Ucrania” de los libros de texto. En la televisión pública rusa, el politólogo Serguei Mikheyev, director del Centro de Política Actual, se dedica a negar la existencia del idioma ucraniano. Son dos ejemplos del intento ruso de exterminar una nación y un pueblo, y no dejar ningún rastro de ella. Controlar el imaginario para burlar la alteridad. Putin actúa como lo que es: un dictador genocida, como ya demostró en la guerra de Chechenia. Otra cosa es que el mundo occidental le permitiera tanta crueldad sin hacer aspavientos. En las democracias occidentales las ONG a menudo son como el Pepito Grillo de los gobiernos que trafican con los dictadores. El “principio de realidad” de los políticos tiene siempre a mano este recurso para justificarse. Es ahora cuando los líderes occidentales, con el presidente Joe Biden al frente, se dan cuenta de que Putin no cederá ni un palmo. Es un dirigente brutal, nacionalista e imperialista, que quiere borrar del mapa Ucrania. Quizás la única solución será derribarlo y descuartizar Rusia, que es un estado tan nuevo como el ucraniano y, además, nada homogéneo.

La única solución para la supervivencia de la nación catalana es la victoria. No es que no se pueda negociar, pero sería un contrasentido acordar algo que impidiera la opción de ser libres de verdad

En el debate que mantuve en Madrid con los politicólogos Lluís Orriols y Berta Barbet sobre los escenarios posibles si la negociación propuesta por Esquerra y el PSOE fracasaba, Barbet lanzó una idea extraña. Habló de la necesidad de acordar “una propuesta no ofensiva” para ninguna de las dos partes, como si los contendientes estuvieran en pie de igualdad y un pacto entre partidos fuera realmente una negociación entre pueblos. Los que antes se identificaban con lo que se conocía como tercera vía se mostrarían de acuerdo con un planteamiento como ese, obviando que, en relación con la libertad, el género no-binario no existe. O se es libre o no. La división es drástica, porque unos han sido llevados a la cárcel y el exilio, mientras que los otros pasean por los jardines de la Moncloa. No hay punto medio. Y cuando lo ha habido, el resultado es como esta España constitucional que está claro que es una prisión de pueblos que encarcela a los dirigentes independentistas por haber intentado lograr el objetivo prometido. La propaganda españolista siempre ha querido negar la existencia de estos presos políticos porque sería como reconocer que finalmente se ha demostrado que el constitucionalismo no es libertad.

Durante los años de la Transición el binarismo se traducía en la confrontación entre los partidarios de la ruptura pactada, posición defendida por la oposición, y la reforma pactada, que era la opción de los gerifaltes del régimen franquista. No era una división cualquiera. Ni era simbólica. Tenía un calado muy profundo. Y es que una cosa era querer romper con el pasado sin revanchas y otra muy distinta adoptar la máxima lampedusiana sobre el cambio para que los mandamases del régimen salvaran el pellejo y se mantuvieran en el poder. La Transición española consistió en una especie de trueque entre lo viejo y lo nuevo a partir de la asunción por parte del establishment franquista que si no cambiaban algo, sin el maquillaje constitucional, quizás se acabarían encontrando que todo cambiaría de la peor manera. Y es así como los franquistas decidieron compartir el gobierno con la oposición, singularmente con los socialistas, reservándose el poder del estado. Compartirían el BOE, pero no el poder real. Un planteamiento así propicia corromper la libertad y la corrupción económica, que es la que se cuela con los contratos de servicios.

Volvamos a la cuestión de si es posible la liberación sin victoria. Zelenski lo tiene claro. No se puede aspirar a la libertad sin ganar al enemigo. Las propuestas “no ofensivas” no existen, sobre todo cuando lo que uno se juega es la supervivencia de la idiosincrasia, de la peculiaridad, de un grupo nacional. Putin quiere someter a Ucrania y lo hace a la manera del mítico zar Iván el Terrible, quien incluso mató a su heredero en un ataque de cólera. El gobierno español —esté en manos del PP o esté en manos del PSOE— espía ilegalmente a los dirigentes de los partidos independentistas y personas relevantes de la sociedad civil catalana, del mismo modo que arremete contra la escuela para limitar la lengua catalana con un argumento falaz: que el castellano está en peligro en Catalunya. El 1-O probamos la crueldad policial. Catalunya no es que no tenga estado, es que tiene un estado, el español, en contra. La única solución para la supervivencia de la nación catalana es la victoria. No es que no se pueda negociar, pero sería un contrasentido acordar algo que impidiera la opción de ser libres de verdad. Por suerte, aquí todavía no caen bombas. Faltan cinco años para llegar al límite de los cincuenta y volver a bombardear Barcelona, que es lo que defendía el general Espartero, cuando era regente de Isabel II, para asegurar el bien de España. La tentación de estrangular a la minoría es atractiva para quien ostenta el poder de la coerción. En cambio, el síndrome del prisionero se detecta porque quien está preso se siente atrapado y no hace nada para liberarse. Se resigna. La lección de Zelenski es, precisamente, esta: no rendirse y combatir el búnker informativo que se dedica a difundir mentiras sobre él y los ucranianos. La liberación sin victoria no es libertad.