Un político sin imaginación es un burócrata. Pero un político atrapado por la fantasía es un alucinado. En el año 2012, Oriol Junqueras, presidente de ERC y hombre de una imaginación notable, realizó una propuesta que descolocó a todo el mundo, especialmente a sus destinatarios. Ante las elecciones que debían celebrarse a finales de año, propuso un frente electoral integrado por CiU, ERC e ICV cuyo objetivo debía ser proclamar la independencia de Catalunya en caso de obtener una mayoría en el Parlament. La propuesta era, francamente imaginativa. Diría que incluso habría sido saludable si los poscomunistas hubieran sido realmente independentistas y los llamados convergentes, así en general, también. Como se ha podido constatar posteriormente, un conflicto de grandes proporciones ha puesto a cada cual en su lugar. La propuesta de Junqueras era imaginativa, pero dependía demasiado de la fantasía. No he oído a nadie proponer una coalición electoral de lo que, electoralmente y demoscópicamente, sostiene el actual independentismo: Junts, ERC y CUP. El realismo, en su versión más sectaria, se impone a la imaginación.

Trump es un extravagante, a veces un flipado, pero no es ningún político burócrata y sabe a quién se dirige. De hecho, se comporta con la misma imaginación que esta generación de mujeres demócratas que están enterrando a sus predecesoras

La campaña electoral estadounidense —o al menos el seguimiento que han hecho la radio y la televisión públicas de Catalunya— ha demostrado hasta qué punto las creencias arruinan una simple y razonada narración de los hechos. La decantación política de corresponsales y tertulianos ha sido tan exagerada que llegaron a hacernos creer que derrotar a Trump era cosa de coser y cantar. El año pasado viví en Estados Unidos, en California, unos meses y cuando volví le comenté a un buen amigo mío, responsable de informativos de un gran medio, que Trump tenía muchos puntos para ganar las elecciones. No es que servidor lo deseara, porque ese hombre me pone la piel de gallina sólo de verlo, pero no soy tan bobo como para anteponer mis preferencias a los indicadores sociales medibles. Me parecería deshonesto frente al lector. Pero EE.UU. es una sociedad cada vez más polarizada. No digo dividida, como afirmarían los unionistas catalanes con su particular victimismo, porque todas las sociedades lo están, sino radicalizada. La batalla política va acompañada de un combate cultural de gran alcance que no sólo afecta a los aspectos sociales. Lo demuestra la aparición en ambas costas de una corriente demócrata nítidamente socialista (Democratic Socialists of America) que, en su conjunto, ha sido reelegido para la Cámara de Representantes y el Senado. Son sus principales estandartes la congresista Alexandria Ocasio-Cortez y la senadora Jen McEwen, ambas de la llamada Generación X, y a las que habría que añadir Sarah McBride, la primera senadora transgénero de la historia de EE.UU., aunque solo haya sido elegida para el Senado de Delaware.

Del mismo modo que se está produciendo una decantación hacia la izquierda del viejo partido demócrata, también es cierto que en EE.UU. la revolución conservadora ha asumido mucho del discurso de la queja que antes era patrimonio de los progresistas. Baste con recordar, por ejemplo, que Trump promovió durante su mandato un control más estricto de la inmigración ilegal, pero en cambio deportó a menos inmigrantes que Obama. Trump es un extravagante, a veces un flipado, pero no es ningún político burócrata y sabe a quién se dirige. De hecho, se comporta con la misma imaginación que esta generación de mujeres demócratas que están enterrando a sus predecesoras: Hilary Clinton, Elisabeth Warren y, ¿quién sabe?, si al final Biden no se impone y no se convierte en presidente, Kamala Harris.