Cerca de ochocientas mil personas mayores de veinte años viven solas en Catalunya, de las cuales el 40 % tiene sesenta y cinco años o más. El confinamiento es duro de llevar para este segmento de la población. Pero como la mayoría pertenece a la generación analógica, jugar al solitario puede distraer bastante. Mejor eso que estar viendo todo el día la telebasura que inunda todos los canales. Para jugar al solitario tan solo se necesita un juego de cartas, un poco de paciencia, que es el nombre alternativo que tiene este juego, y conocer las normas. Permítanme que explique a los lectores más jóvenes, aunque sea únicamente por encima, cómo se juega. Un juego de cartas no resuelve la soledad, aunque por lo menos permite ejercitar la mente.

El objetivo del solitario es ordenar las cartas de manera ascendente basándonos en una estructura de siete columnas. En la primera columna, situada de derecha a izquierda, seis cartas tienen que estar boca abajo y una cara arriba. Las otras columnas van disminuyendo las cartas puestas boca abajo (cinco, cuatro, tres, dos y una), manteniendo siempre una cara arriba, hasta llegar a la séptima columna, que consta nada más que de una carta descubierta. A partir de esta distribución, empieza el juego para completar las columnas. El criterio es que una carta menor debe ponerse por encima de la mayor, no se pueden colocar cartas del mismo palo ni del mismo color, porque hay que alternarlas, y si no podemos realizar más movimientos, sacaremos tres cartas del mazo y las colocaremos donde corresponda, etc. No es un juego muy complicado, pero uno debe saber elegir y tener en cuenta que a veces es imposible acabarlo. Forma parte de la diversión, que te permite recomenzar y recomenzar hasta que te canses de dialogar con los naipes y te pongas a leer un rato. Cuando se llega al callejón sin salida, la tentación es hacer trampas. Es de esta falta de paciencia de donde surge la expresión hacer trampas al solitario como sinónimo de engañarse a uno mismo.

Los juegos de mesa han aportado a la lengua muchas expresiones que pueden aplicarse a la política. Enseñar las cartas, como sinónimo de revelar las intenciones que uno tiene; jugar con las cartas marcadas para alertar que alguien tiene ventaja en una situación, como el jugador de cartas que las marca antes de la partida para reconocerlas o bien jugarse el todo por el todo al tomar una decisión enérgica, la que se considera más adecuada, a riesgo de perderlo todo si no se tiene un as en la manga, con el mismo significado que llevar algo escondido en la manga. O sea, tener un plan, una idea escondida para cuando convenga hacer uso de ella. Todas estas expresiones son tópicos que sirven para ir tirando y escaquearse. Puesto que pertenezco al colectivo de catalanes y catalanas que viven solos, de vez en cuando juego al solitario en mi ordenador —¡qué le vamos a hacer!—, y cuando me canso, me pongo a leer, también, en la pantalla del ordenador.

Analizar el caso catalán como si fuera uno más entre las nacionalidades que reclaman la independencia en contextos democráticos desenfoca la cuestión. Nuestro caso se parece, en todo caso, al de otras nacionalidades reprimidas por Estados autoritarios

El otro día coincidió que justo cuando había descartado seguir jugando para no hacer trampas, en el correo tenía un boletín de información electrónico de la Fundació Irla, que es la fundación de Esquerra, con el acceso abierto a la revista Eines. Este número, el 42, está dedicado a analizar “cómo debe reorientarse el independentismo” después de una década ascendente y la parada en seco posterior a la proclamación frustrada de la República. Esta valoración es mía, porque ninguno de los autores que participan en el dosier utilizan esta expresión. Jordi Muñoz, Carol Galais, Sergi Morales, Marta Brik y Marc Sanjaume-Calvet (quien, en realidad, no escribe sobre Catalunya, sino que compara Quebec y Escocia) son muchísimo más benévolos y, por ejemplo, no dicen nada de la responsabilidad del partido que los patrocina en lo que ocurrió en octubre de 2017 y anteriormente. Al contrario, se ponen al servicio del giro que ha experimentado Esquerra sin ningún tipo de autocrítica.

El lanzamiento de este nuevo número tuvo lugar con un acto público que consistió en una conversación a distancia, por razones obvias, entre Ismael Peña-López, el director de la Escuela de Administración Pública de Catalunya, y Marta Rovira, la secretaria general de Esquerra Republicana. Moderó el acto la periodista Sara González, de Nació Digital. Así pues, la cosa quedaba en casa. Peña-López, que es un hombre muy preparado y simpático, aunque un poco ingenuo, soltó que los partidos y las instituciones son los que deben habilitar cómo llegar a la independencia, "pero el qué tiene que ser un encargo concreto del pueblo soberano. Y ahora mismo no hay un encargo claro, a diferencia de lo que ocurrió en 2012 o en 2017, con la proclama 'president, posi les urnes`". ¡Quedé petrificado! La reivindicación de la proclama de Carme Forcadell es para mí una manera de hacer trampas al solitario. Si buscáramos un resumen perfecto del famoso “tenim pressa” que llevó al independentismo hasta el acantilado desde donde cayó al vacío, lo descubriríamos en aquel grito agudo de Forcadell proferido desde el escenario de la plaza de Catalunya. En esta historia estaría bien que cada uno cargara su muerto.

Sería una falacia creer que la alianza con los partidos españoles de izquierdas podrá culminar con acuerdos sobre el ejercicio del derecho de autodeterminación

Los artículos del dosier son poco más que un balance, sin ser un real planteamiento de futuro. Y es que, además de repetir que hay que ampliar la base y otras frases bonitas sobre las luchas compartidas con los no independentistas, que se vuelven agrias cuando se describen las trifulcas entre los partidos del referéndum, no he podido leer en ellos algo original. En cambio, he echado de menos un análisis en profundidad sobre cómo desbordar a un Estado que, ante una demanda democrática, responde con la violencia, la supresión de la autonomía y el encarcelamiento de los líderes independentistas. Sin desmerecer el artículo del joven académico Marc Sanjaume-Calvet, que es muy interesante y agudo, analizar el caso catalán como si fuera uno más entre las nacionalidades que reclaman la independencia en contextos democráticos desenfoca la cuestión. Nuestro caso se parece, en todo caso, al de otras nacionalidades reprimidas por Estados autoritarios. En este sentido, también hay que saber elegir.

El primer baño de realismo seria dejar de considerar que el Estado español es un ejemplo de democracia. Si ponemos en cuarentena la democracia en Hungría porque Viktor Orbán niega los derechos de los homosexuales y pone barreras a la inmigración, ¿por qué el entorno de Esquerra es tan condescendiente con el gobierno de Pedro Sánchez? ¿Es que el PSOE actúa de modo muy distinto a la derecha cuando aborda los derechos nacionales de los catalanes? Lo peor que les podría pasar a los estrategas del independentismo es quedar atrapados, como ya es evidente que ocurre en los medios de comunicación catalanes, incluso en medios deportivos, por el marco mental español de los Pablo Iglesias, Josep Pedrerol y compañía.

La adversidad y la represión provocan que el independentismo caiga en los mismos errores que condicionaron la acción del catalanismo, que estuvo dominada por el victimismo cíclico y el enamoramiento. Si los catalanistas confiaban que un pacto con los partidos dinásticos permitiría el desarrollo del autogobierno, ahora también sería una falacia creer que la alianza con los partidos españoles de izquierdas podrá culminar con acuerdos sobre el ejercicio del derecho de autodeterminación. En historia, escribe Timothy Snyder, la única verdad es nuestra necesidad de mentiras, y la única libertad, nuestra aceptación de ese veredicto. La ley de la trampa es la ley del embuste de quien utiliza el engaño para sortear con subterfugios y de mala manera las dificultades actuales, a sabiendas de que en lo venidero reaparecerán.