“En ningún caso creemos en la autodeterminación, ni pensamos que tenga que ser la ciudadanía la que dirima una cuestión importante como puede ser esta”. Esto es lo que declaró Eva Granados, la portavoz del PSC en el Parlament, el día siguiente del Onze de Setembre. Se sabe que a los políticos se les llena la boca en fechas señaladas. En torno a la Diada, especialmente. Es un clásico que los políticos recurran a la idea de que la sociedad catalana está dividida y cosas por el estilo. La vieja socialdemocracia —la que antes se agrupaba en la Internacional Socialista— perdió el norte hace bastante tiempo. Desde que abandonaron el marxismo, los socialdemócratas, en especial los europeos, se han convertido en una caricatura del liberalismo. Los liberales, los de verdad y no los fascistas que adoptan ese nombre como el xenófobo Hitler se hacía pasar por socialista, cuando menos tienen más claro que los socialdemócratas qué es la democracia y qué papel tiene que jugar el pueblo, que no es una entelequia. Stuart Mill debería ser una lectura obligada para los “post” de casi todas las ideologías.

La democracia no es el imperio de la partidocracia. Es lo contrario, la democracia es hija de la Ilustración y la división entre derecha e izquierda, una convención de la época de la Revolución Francesa para designar a los partidarios de la monarquía y a sus contrarios. A la izquierda, mirando hacia la mesa de la Asamblea Nacional, los unos y a la derecha los otros. Pero el protagonismo de la toma de la Bastilla fue del pueblo, de los futuros ciudadanos, y no de ningún partido. Además, hoy en día los partidos son el gran problema de la democracia. En muchos países del mundo, pero especialmente en España, son un nido de corrupción —y por tanto de corruptos—, que ha roto la confianza popular en el sistema representativo. Gente como Josep M. Sala, Luis Bárcenas, Pepe Zaragoza, Oriol Pujol, Eduardo Zaplana, Bertomeu Muñoz o Germà Gordó, entre otros muchos, han ensuciado el sistema de partidos llegando a desacreditarlo.

Como se está constatando con el sainete de la investidura de Pedro Sánchez, en España la cultura de la coalición es inexistente. O es blanco o es negro

Transcurridos 230 años desde el 1789 y después de que el mundo haya vivido un sinfín de luchas para asegurar que la democracia llegara hasta el más pequeño rincón, incluyendo, para hablar solo del siglo XX, dos guerras mundiales, Eva Granados asegura que no es el pueblo —los ciudadanos— quien tiene que dirimir una disputa como la que está poniendo en crisis al estado español, sino una minoría, una oligarquía, al decir de Pierre Bourdieu, que se reparte el poder y que decide por todos, en una especie de metonimia partidista que apela a la legitimidad de las decisiones bajo mano, como de hecho ya ocurre en Unión Europea, porque los “oligarcas” de los partidos son votados por el pueblo para que decidan ellos. Nadie vota, si es que no lo hace explícitamente a favor de los extremistas de derechas o de izquierdas, con la convicción de que está dando carta blanca para que los partidos destruyan la democracia. Ya lo dejó claro Federico II de Prusia en 1871: “Hay que estar loco para creer que los hombres han dicho a otro hombre, su semejante: 'Te elevamos por encima de nosotros porque nos gusta ser esclavos'”. Todos los especialistas saben que cuando en una democracia un 50% de los ciudadanos no vota, esto significa que ese país tiene un problema. Los EE.UU. son un buen ejemplo de ello. “Una papeleta de voto es más fuerte que una bala de fusil”, proclamó Abraham Lincoln, un presidente que murió atravesado por una bala. Él sabía, a pesar de ser republicano, que una votación no legitima solo el poder, “sino que también contribuye —para sintetizarlo con palabras de Tony Judt— a que los líderes políticos se comporten honestamente”.

Desde que dio inicio el proceso soberanista, en Catalunya los índices de participación electoral son altísimos. ¿Es eso lo que le da miedo a la portavoz del PSC? Lo miren por donde lo miren, la realidad es que desde 2010 la mayoría parlamentaria en Catalunya es independentista. Con autocrítica o sin ella. En este sentido, podríamos decir que desde entonces todas las elecciones han sido refrendarias. Da igual el partido que haya quedado en primer lugar, porque en las democracias consolidadas lo que cuenta es quién puede asegurar un mayoría de gobierno, en solitario o en coalición. Como se está constatando con el sainete de la investidura de Pedro Sánchez, en España la cultura de la coalición es inexistente. O es blanco o es negro. Es la herencia del unanimismo impuesto por el totalitarismo de la dictadura. Quien crece en el regazo de una dictadura no puede dejar de imitar las prácticas que aprendió de ella. Con los hijos adoptados ocurre algo parecido: a pesar de que no se parezcan físicamente a sus nuevos padres, adoptan su gestualidad.

Eva Granados es una mujer inteligente. Perspicaz, irónica, pilla, que escucha y te lanza un dardo envenenado con la misma elegancia que Lauren Bacall le preguntaba a Humphrey Bogart si sabía silbar. La conocí cuando dirigí la Escuela de Administración Pública. A pesar de nuestras discrepancias, me pareció que compartía el espíritu de reforma que impulsábamos mis colaboradores y yo. Al final, la socialdemocracia tiene raíces jacobinas muy profundas. Pasqual Maragall era un gran jacobino, como en otras épocas también lo fueron grandes figuras del catalanismo, como por ejemplo Enric Prat de la Riba y, sobre todo, Antoni Rovira i Virgili. Granados entendió mejor que nadie qué tipo de Escuela queríamos. Captó la idea mejor incluso que los convergentes, que se supone que eran los que me apoyaban. Los oligarcas de CDC estaban en contra de la reforma de la EAPC por puro caciquismo, que es otro de los males de la democracia. La democracia está en crisis, precisamente, porque está guiada por estas dos oligarquías. La conclusión es evidente, me parece a mí. Debemos librarnos del pasado para tener futuro y que triunfe la democracia. Hay que recuperar el derecho a decidir, que es un valor republicano. Toda república es de los ciudadanos que deciden. Cuando no pueden ejercer ese derecho —porque los políticos como Granados se lo impiden—, es que se han convertido en súbditos de una monarquía, nominalmente constitucional, que pisotea la voluntad libremente expresada por los ciudadanos. O sea, la democracia.