Los dirigentes políticos deberían tener algo más de vergüenza. Tienen mentalidad de perdedores. Los líderes del 1-O están cada vez más amortizados. Han sido protagonistas de una de las décadas más agitadas desde la restauración de la autonomía, pero han entrado en un callejón sin salida. Simbolizaban un ideal que ahora ellos mismos ensucian. La represión ha ayudado para que eso sea así, si bien la falta de visión general, las reyertas y una estrategia equivocada, sumadas a la pandemia, han ido diluyendo la fuerza de la movilización popular. Los Jordis fueron detenidos y condenados a largas penas de cárcel precisamente porque el Estado se asustó ante el creciente malestar que llenaba las calles y plazas de Catalunya. El gobierno Puigdemont fue destituido y perseguido porque no supo culminar un proceso que habían alimentado erróneamente los partidos que le apoyaban. La lección que hay que extraer de aquel momento es que lo importante es retomar la movilización y cambiar de dirigentes. La última crisis, provocada por la exconsellera, y ahora eurodiputada de Junts, Clara Ponsatí, es una nueva muestra de hasta qué punto el desgaste es cósmico. Puedo comprender los motivos de su decisión, pero lamento su desenlace y las consecuencias. Provocar una y otra vez el estrés de la gente con sus disputas y revanchas no ayuda en nada. Las declaraciones altisonantes quizás satisfagan a quién las realiza, que de este modo se cree muy coherente, pero no aporta nada a la causa colectiva que dice defender. Levantarse un día y reclamar la DUI, así, como quien pide la luna, es muy bonito, pero resulta que es imposible porque del famoso 52 % de votantes que avalaron a los partidos independentistas, algo más de la mitad apoyó al grupo que ha renunciado a la unilateralidad. Decía el general Sun Tzu que el mando tiene que ser “sincero”, pero añadía que también debía tener otras cualidades: sabiduría, benevolencia, coraje y disciplina. Tanta sinceridad da asco, sobre todo cuando las otras virtudes son escasas, en especial la disciplina de puertas afuera.

La misión de un político no es fomentar el desaliento. Esta es la mentalidad del perdedor. El verdadero líder político es aquel que es capaz de encontrar la vía para canalizar y hacer posible el ideal que persigue. Los republicanos, por ejemplo, han puesto todos los huevos en el cesto que denominan “diálogo”. Ningún reproche. Obtuvieron la confianza electoral para intentarlo. Los independentistas han quedado atrapados por esa lógica en cuanto que decidieron entrar al Govern. Pero los republicanos acuden a Madrid arrastrando los pies, con inseguridad, reclamando a Pedro Sánchez que asista a la reunión, porque no se fían de él. Si se sintiera fuerte de verdad, Aragonès no amenazaría con la llegada del apocalipsis, sino que pasaría a la acción. Si Sánchez no preside la parte gubernamental española, los representantes catalanes deberían levantarse de la mesa y dejarle plantado hasta que él no se siente. El diálogo no es creíble porque todo el mundo sospecha que los resultados no se corresponderán con las intenciones. Nadie sabe qué se debatirá en Madrid, pero tanto el PSOE como Unidas Podemos ya han dejado claro que no piensan sobrepasar los límites de la Constitución. Del régimen del 78, por lo tanto, del que ahora también son garantes los comunes. No exagero, dado que el partido lila ha dejado de lado la defensa del referéndum como vía de resolución del conflicto. Los unionistas son un muro que los republicanos y los independentistas no saben cómo franquear. Lo increíble es que el soberanismo se dedique a destriparse y a lanzarse reproches por el posible fracaso de las conversaciones de Madrid, en vez de dirigir el ataque contra el unionismo, que es el verdadero culpable de que no se encuentre una solución democrática al conflicto. Anteayer se demostró nuevamente hasta qué punto Pedro Sánchez y Jaume Asens, en su condición de presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos y los comunes, engañaron a los republicanos por enésima vez. Les prometieron que el Gobierno promovería la modificación del Código Penal para reformar los delitos de rebelión y sedición, y esta semana el nuevo ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, ha anunciado que ya no es una prioridad. Se acabó la fiesta, a pesar de los aspavientos podemitas, porque en Madrid se han dado cuenta de que pueden ir tirando y que torear al independentismo es fácil. El problema será ahora para los republicanos, en la medida que su estrategia es débil, pues combina sostener parlamentariamente al Gobierno con el que están enfrentados, no por cualquier cosa, sino por lo que en Madrid consideran inviolable. Es difícil determinar con qué empuje podrán encarar el diálogo. La única fuerza del independentismo es la gente. Y si los partidos independentistas no se dan cuenta de ello, fracasarán otra vez. Si no quieren que la desmovilización vaya en su contra, los partidos deben afanarse para mantenerla viva y por respetar a la gente y a sí mismos. Lo suyo es desgastar al Estado y no fortalecerlo, sabedores como son de que la reacción española a todas las crisis contemporáneas ha sido, desde 1808, el nacionalismo.

La misión de un político no es fomentar el desaliento. Esta es la mentalidad del perdedor. El verdadero líder político es aquel que es capaz de encontrar la vía para canalizar y hacer posible el ideal que persigue

Se acabó el tiempo de organizar romerías con camisetas de colores. Ahora hay que movilizarse sin tantas florituras, porque hemos entrado en un periodo de resistencia, de volver a picar piedra. Incluso los que desde Catalunya más han trabajado para frenar al independentismo saben que la resistencia tiene hoy un nombre: Carles Puigdemont y el Consell per la República. La pervivencia del independentismo dependerá de su fortaleza y de que se reforme el Consell tal como se pactó para investir a Aragonès. Para evitar debilitar todavía más el movimiento, estaría bien que todo el mundo se tragara algún sapo. Si alguien se siente incapaz de hacerlo, que se retire con todos los honores y que descanse, que se lo merece. Personalmente, por ejemplo, no me gusta nada como está dirigida hoy en día la ANC —no soy socio, lo confieso—, pero no solo asistiré a la manifestación del 11-S, sino que los animo a acudir juntos. El derrotismo es la peor traición al ideal. Es la excusa para abandonar y dar las culpas a la impotencia de los políticos. Es querer ser víctima. Quién crea de verdad que se ha llegado hasta donde se ha llegado por el compromiso de la base, solo puede concluir que esta es la vía y que no puede actuar como los políticos que emiten declaraciones públicas que valdría más que supieran callar para evitar enrarecer el ambiente. El Estado aprovechará el desorden independentista para atacar y ganar. Aprovechará la debilidad soberanista, que se alimenta con las guerras fratricidas y los grupos de WhatsApp que se dedican a poner a caldo al aliado-adversario. Lo plantearé de otro modo, más contundente: combatir al señor Santi Vila, a quien solo pongo como ejemplo de alguien que ha renunciado explícitamente a la independencia, es legítimo y necesario. Guerrear con Pere Aragonès no lo es. Se puede discrepar de él. Se le puede criticar. Es obligado pasar cuentas tantas veces como haga falta, pero no se puede cuestionar su independentismo, aunque ahora se haya convertido en “contemplativo”, como ha escrito acertadamente Joan Vall Clara. Las disensiones intestinas favorecen la desunión independentista. Cuando el derrotismo y la desesperación contaminan el clima político, eso indica que se está abriendo la puerta para que entre la “decadencia” de la mano de los conformistas y del unionismo rampante. Entonces sí que todo volvería a ser como antes.