Enric Juliana y un servidor nacimos el mismo año. Somos de la misma generación, la que ahora tiene 60 años, pero no coincidimos jamás en ningún lado, aunque en nuestra juventud militásemos en las mismas organizaciones comunistas, esas que han proporcionado un sinfín de cuadros —siguiendo la terminología marxista— a la política y al periodismo catalanes. No recuerdo haber coincidido con él en ninguna reunión del PSUC. Puede que Juliana sólo fuese lo que entonces se denominaba un “compañero de viaje” o que nos separase nuestra educación sentimental, puesto que yo no he sido, ni soy, católico. Mis creencias siempre han sido republicanas y laicas. En todo caso, los dos hemos vivido las mismas circunstancias sin que por ello ahora debamos tener los mismos recuerdos. Los recuerdos están condicionados por el presente, por la manera como cada uno vive la actualidad e interpreta lo que vivió. Por eso la memoria no es historia ni los recuerdos aportan otra verdad que la que uno construye con más o menos amnesias.

Juliana es muy aficionado a las metáforas históricas. Son famosas sus alegorías galdosianas, sentado frente a la cabeza de un toro en una taberna de Madrid, o la metáfora sobre los pingüinos que tomó prestada de la antigua Yugoslavia para defender lo que aquí se conoce como “tercera vía”. Después salió con lo del catalán cabreado, que dio mucho de sí pero que le nubló la vista, porque le indujo a pensar que ese cabreo era meramente coyuntural. Es justo reconocer el esfuerzo de Juliana para entretener a sus lectores con ocurrencias de todo tipo. La última, eso que él designa como “carlismo”, el nombre que ha puesto al movimiento político que está emergiendo detrás del president Carles Puigdemont desde que éste decidió rectificar y repetir como candidato a la Generalitat encabezando una lista unitaria. Juliana aprovecha la circunstancia gratuita de que Puigdemont se llame Carles para vincularlo con el carlismo, ese movimiento legitimista, propio del siglo XIX catalán, que se enfrentó a los liberales con guerrillas muy bien organizadas y con un apoyo popular innegable. Si el nombre de pila del president catalán hubiese sido otro, Joan Carles, por ejemplo, a Juliana le hubiese costado sostener su comparación, porque el “juancarlismo” es algo sagrado para los apologetas de la transición española.

Los recuerdos están condicionados por el presente, por la manera como cada uno vive la actualidad e interpreta lo que vivió

La comparación entre el carlismo de antaño y el carlismo actual de los seguidores de Puigdemont es, como reconoce el propio Juliana, una provocación. Escribir es provocar la reacción del lector y ahí acierta Juliana. Pero ya que yo soy historiador de profesión, aunque me dedique a menudo a otros menesteres, recojo el guante y les voy a dar otra interpretación sobre el carlismo que está surgiendo. Para empezar, y a pesar de los orígenes rurales y norteños del president Puigdemont, el nuevo carlismo surge de la crítica moderna al viejo sistema de partidos soberanistas, tanto por su comportamiento sectario como por la debilidad de sus dirigentes. Pero es que, además, puestos a comparar con algún movimiento político del pasado, el carlismo actual, que se traduce en Junts per Catalunya (JuntsXCat), a lo que se parece realmente es al juntismo que se opuso a la invasión napoleónica de 1808. Ese juntismo que se enfrentó gallardamente a los franceses y al nuevo rey, José Bonaparte, el hermano de Napoleón. En varias ciudades de toda España se formaron juntas de ciudadanos que decidieron ser leales al rey heredero, Fernando VII, “El Deseado”. Las juntas entendían que el poder era del rey porque el pueblo se lo confería, pero cuando el rey no podía ejercer el gobierno, ese poder volvía al pueblo hasta que el rey regresara. Ahí nace el legitimismo liberal, muy distinto al legitimismo carlista, de tintes reaccionarios. ¿Ven el parecido?

En Sevilla se formó la junta que asumió el poder en nombre del rey mientras el país estuvo bajo el dominio francés. La Junta de Sevilla ordenó formar otras juntas en las principales ciudades de las colonias de América. Ese fue el inicio —vaya coincidencia, ¿verdad?— de los movimientos de independencia en el continente americano. Los criollos aprovecharon la ocasión para librarse del colonialismo español. Además de formar juntas en cada ciudad española, el pueblo decidió luchar contra el ejército francés. Los franceses tenían mejores armas y estaban mejor entrenados, pero los españoles utilizaron un sistema de lucha conocido como guerra de guerrillas, atacando a los franceses por sorpresa en lugares imprevisibles. En Catalunya se cuenta un chiste que sostiene que si el famoso tamborilero del Bruc —cuya identidad real se atribuye a Isidre Lluçà i Casanoves, nacido en Santpedor como Josep Guardiola, ¡otro símbolo!— se hubiese tocado los cojones en vez de tocar el tambor, ahora los catalanes seríamos franceses y no llevaríamos encima el DNI español, que tanto nos protege según la virreina Soraya. Claro que viendo a Manuel Valls, ese francés originario del barrio barcelonés de Horta, lo mejor es ser catalán y punto.

Juliana aprovecha la circunstancia gratuita de que Puigdemont se llame Carles para vincularlo con el carlismo, ese movimiento legitimista, propio del siglo XIX catalán, que se enfrentó a los liberales con guerrillas muy bien organizadas y con un apoyo popular innegable

En 1812, la Junta de Sevilla fue suplantada por las Cortes de Cádiz, que funcionaban como un Parlamento. Un año después Napoleón fue derrotado en varias batallas a lo largo de Europa y José Bonaparte tuvo que abandonar España. Entonces, Fernando VII recuperó el poder y los propios liberales se cargaron la famosa Constitución. El juntismo fue, sin embargo, el germen del liberalismo, de lo moderno de aquel tiempo, de la nueva etapa que, según muchos especialistas, estuvo acompañada de algo más. Ese algo más fue el intento, por parte de los liberales, de impulsar un nacionalismo español que no llegó a cuajar por falta de público y porque se reveló incapaz de integrar el pluralismo peninsular. El carlismo juntista actual pretende abrir una nueva etapa en Catalunya y se erige como alternativa al unionismo y al aventurismo de las otras alternativas soberanistas. Pero también quiere aprovechar la invasión españolista de Catalunya propiciada por el tripartito del 155 —PP, Ciudadanos y PSC— para crear una nueva realidad política, sin las rémoras maliciosas del pasado que destruyeron a CDC, por ejemplo. Ese carlismo juntista se nutre de gente que no milita en ningún partido y que proviene de tradiciones políticas muy distintas, que van de ERC a ICV, pasando por el PSC, Alternativa Verda, los antiguos impulsores de Nacionalistes d’Esquerra, Unitat d’Aran, o, claro está, el PDeCAT. Aspira a ser el soberanismo tranquilo, el que reivindica al president legítimo de Catalunya, Carles Puigdemont, porque entiende que quien pretende mantener su exilio y congelarlo en Bruselas es que sencillamente se está aprovechando del 155 para sacar ventaja de su ausencia.

En fin, que Enric Juliana hubiese podido sacarle punta al nuevo carlismo sin recurrir a comparaciones que inducen al error, porque lo compara, a pesar de que lo haga para provocar, con un movimiento carcomido por la polilla de la historia y que Marx interpretó mejor en 1854 que algunos investigadores actuales de este fenómeno foral. Dar vueltas y más vueltas en torno a la órbita de la FAES y Ciudadanos marea a cualquiera, que es lo que le ocurre a Jordi Canal, el historiador que inspira a Juliana. El “carlismo” de Carles Puigdemont se enfrenta a esta versión, en este caso sí, legitimista, de la derecha nacionalista española cuyas raíces son, no ya el carlismo decimonónico, sino, aunque no lo reconozca, el nacionalismo fascistizante de José Antonio Primo de Rivera. Ese José Antonio, mártir falangista, que se convirtió en “El Ausente” que Franco despreció para más tarde transformarlo en un mito franquista.