La paciencia tiene un límite. El mundo independentista está cada vez más enfadado. Ya no es solo que la gente que llenaba las calles y plazas para reivindicar la libertad esté decepcionada, es que no soporta a los dirigentes independentistas. Se sienten engañados. Se podría admitir el baño de realismo que imponen las circunstancias, porque no queda otra, pero no que para justificarlo ahora se diga que el 1-O era, en realidad, un instrumento de negociación para mejorar la autonomía. Hiela el corazón escuchar a Carme Forcadell, que antes del 9-N era tan exigente con los tibios, arrastrándose por los platós de televisión con la prédica oficial de su partido. Si solamente se trataba de eso, de presionar, habría podido ahorrarse los años de cárcel si lo hubiera admitido antes. La estulticia de un político se demuestra, precisamente, cuando revela que no sabía lo que podría o debería saber antes de tomar una decisión. Hablo de Forcadell porque de ella son unas declaraciones que claman al cielo, pero podría referirme a Jordi Sànchez o bien a Oriol Junqueras. De Carles Puigdemont, en cambio, no podemos decir nada, de momento, porque como apuntaba Jordi Galves en un artículo durísimo que publicó en este mismo medio, sus silencios son tan clamorosos como irresponsables.

El problema es que el independentismo ha tocado fondo y se han agudizado las desconfianzas, que no son de ahora, sino que vienen de lejos, de la fase anterior a la década soberanista. Una vez derrotados por la implacable represión del estado español (con el asentimiento de todos los partidos del arco parlamentario, incluyendo a los populistas de izquierda de Yolanda Díaz), la revancha entre los derrotados es sanguinaria. Me recuerda a las cartas dirigidas por los exiliados catalanes, repletas de reproches, a la Laietana Office, que es el nombre que tomó la Generalitat en París el 1940 para ayudar a los expatriados. Basta con leer unas cuantas memorias de personajes relevantes de aquel tiempo para darse cuenta de la mala uva que imperaba, con acusaciones cruzadas de los estalinistas a los poumistes y los anarquistas y de los socialistas a los republicanos. Esta animadversión duró tanto, que hasta muy avanzado el franquismo no se consiguió concertar una política unitaria de oposición. ¡La Taula Rodona es del 1966! Franco duró lo que duró no solo por culpa de los aliados que nos dejaron la reliquia. También influyó que la oposición democrática estaba dividida y que algunos partidos buscaban ser la columna vertebral (los comunistas muy en concreto) de la oposición pensando en el día después.

El independentismo catalán sufre el síndrome palestino, que es una enfermedad política que consiste en el hecho que los teóricos aliados contra el opresor primero se dedican a destriparse entre ellos, hasta el punto de que, en Palestina, en realidad existen tres estados: Israel y los territorios de Gaza y Cisjordania, que controlan por separado las dos facciones palestinas enfrentadas a muerte. Y eso es lo que históricamente también ha ocurrido con los kurdos o bien, para acercarnos más a nosotros, con los norirlandeses. El síndrome palestino es la enfermedad de los perdedores. Lentamente, va quedando claro que ninguna de las dos supuestas estrategias, la del pactismo a cualquier precio y la desobediencia inteligente, defendidas respectivamente por Esquerra y Junts, no llevan a ninguna parte. Exclusivamente son banderas partidistas.

El episodio vivido en el Parlament a raíz del caso Juvillà ha puesto límite a la llamada desobediencia inteligente que se había convertido en la síntesis de la estrategia de los independentistas de Junts

La apuesta de Esquerra por el diálogo empezó mal, porque no era resultado de una reflexión madura, sino del efecto que la represión tuvo sobre el sottogoverno de los republicanos (que también lo hay y es tan celoso o más que el sottogoverno de Junts cuando se trata de defender el estatus). No se puede construir una estrategia a partir del miedo. Además, Esquerra planteó este camino como una vía partidista, como moneda de cambio de su negociación con el PSOE para investir a Pedro Sánchez. Una vez consolidado en el poder, Sánchez va soltando lastre y ahora ya se ha descarado tanto, que no le duelen prendas para comunicar públicamente que la mesa de diálogo no está ni siquiera puesta. A los republicanos les preocupa más afirmarse como partido de izquierdas ante los comuns —recuperando el viejo complejo de inferioridad de los años sesenta y setenta del siglo pasado del independentismo de izquierdas respecto del PSUC— que el independentismo. La independencia es una utopía y poco más. No es el objetivo. Los republicanos aspiran a convertirse en el partido hegemónico de la izquierda dentro de una Catalunya autonómica. Para conseguirlo tendrían que obtener el permiso del PSC, porque es evidente que en un proceso de regresión como el actual, sumado a la desaparición de Ciudadanos, los socialistas serán los únicos que se beneficiarán. Lo he escrito un montón de veces y ahora lo reitero: en un contexto de normalidad autonómica, cualquier tripartito será presidido por un militante del PSC, sea cual sea su candidato.

El episodio vivido en el Parlament a raíz del caso Juvillà ha puesto límite a la llamada desobediencia inteligente que se había convertido en la síntesis de la estrategia de los independentistas de Junts. ¿Es que no sería más honrado explicar que desobedecer no puede comportar inmolarse? La teoría de la desobediencia no defiende actitudes sacrificiales, sino eficaces. El partido independentista creado por Carles Puigdemont es, además, una especie de Palestina atrapada, ¡ay!, por el síndrome palestino. Las zancadillas entre las tres grandes facciones —con un peso muy desigual entre ellas, pero con liderazgos inversamente proporcionales al número de seguidores de cada una— son épicas. Así no se va a ninguna parte. La autodestrucción desvía a Junts de lo que debería ser el objetivo de verdad: reconstruir el independentismo con un partido plural ideológicamente, tan parecido como fuera posible al SNP, decidido a desafiar el Estado siempre que sea posible, pero sin necesidad de ponerse en riesgo reiteradamente. Uno de los problemas de Junts, aunque no es el único, es que un partido así puede explotar si no está bien dirigido. Junts se está convirtiendo en una centrifugadora mientras apela retóricamente a la unidad. El SPN escocés es un ejemplo de resiliencia política. Durante años no era prácticamente nada. La derrota en el referéndum de Devolution de 1979 causó muchas heridas internas. En 1982, además, expulsó del partido al llamado Grupo 79, que era la pequeña pero influyente facción de izquierdas. A ella pertenecían, entre otros, Alex Salmond, la desaparecida Margo McDonald y su marido, Jim Sillars, los hermanos Chris y Roseanna Cunningham, Kenny MacAskill, actualmente diputado, y el escritor e historiador irlandés residente en Escocia Owen Dudley Edwards, autor de un interesantísimo artículo sobre el momento actual. El SNP creció justamente cuando Salmond y muchos de los expulsados reingresaron para liderar el partido, hasta lograr la inesperada victoria electoral de 2007. Desde entonces, la hegemonía del SNP es incontestable. Si Junts quiere construir el partido de los independentistas, más le valdrá que las facciones aprendan a convivir para avanzar conjuntamente. 

Ustedes ya deben haber detectado que de la CUP ya ni hablo. Los anticapitalistas, a pesar de ser determinantes para las sumas parlamentarias, no tienen ninguna estrategia concreta, porque ni creen en el diálogo ni en las fórmulas mágicas. Lo único que ofrecen como solución es reventar el sistema y así avanzar por el camino triunfal de la revolución. Aun así, cuando son sinceros y no les ve nadie, entonces dicen cosas que son idénticas a las defendidas por Laura Borràs estos días de tribulación. En una entrevista con Laura Aznar, anterior al ajetreo parlamentario, concretamente del 14 de diciembre de 2021, Juvillà se mostró tajante: “NO QUEREMOS GENTE QUE SE INMOLE, SINO DESOBEDIENCIA COLECTIVA”. Lo he escrito con mayúsculas para evidenciar la dimensión del campo de minas, como cantaban los Umpah Pah.