Estaba cantado. El presidente del gobierno en funciones, Pedro Sánchez, anunció el pasado martes por la noche la imposibilidad de conseguir suficientes apoyos para poder superar una segunda investidura y que por este motivo se veía obligado a convocar nuevas elecciones. La cita: el 10 de noviembre. En el intervalo transcurrido entre que no prosperó el primer intento de investidura de antes del verano y ahora, todos los grupos políticos se han ido retratando. Los articulistas y tertulianos catalanes que ocupan su tiempo con reproches al independentismo, como si la represión no existiera y la crisis catalana fuera cosa del perverso Puigdemont, quizás estaría bien que empezaran a fijarse en lo que ocurre en Madrid. La crisis española es profunda y cada día va dando muestras de regresión democrática de los aparatos del Estado, y no solo por la cuestión de los presos políticos. El descuelle del neofranquismo es evidente. En Catalunya, sin embargo, hay gente tan adicta al victimismo pujolista, que no puede evitar seguir “pensando” del mismo modo. Por lo que parece, todas las generaciones necesitan escribir su Catalunya, poble dissortat, que es el librillo, supuestamente un ensayo, que Josep Casals y Ramon Arrufat, dos independentistas desencantados, publicaron en 1933 para criticar la actuación del separatismo catalán en los años entre el final de la dictadura de Primo de Rivera y los primeros de la Generalitat republicana. No se salvó nadie, ni Macià. Incluso parece como si Artur Mas se arrepintiera del 9-N, porque aplaude a quien piensa que ese fue el primer error del independentismo. Mas no se da cuenta de que si por alguna acción política aparecerá en los libros de historia será, precisamente, por el 9-N.

La incapacidad del PSOE para construir una coalición con UP es la punta del iceberg de un problema más grave. Desde los tiempos de la República, en España no ha habido cultura de coalición. Durante el franquismo, por razones obvias, a pesar de las múltiples familias políticas que convivían bajo el poder del dictador. Después, durante los años de la Transición, porque el concepto de coalición fue sustituido por un edulcorante que denominaron “consenso”, pero que, en realidad, fue la manera cómo Suárez consiguió marcar la agenda con la ayuda inestimable de Santiago Carrillo, quien, gato viejo, sabía que no podía aspirar a sentarse en el Consejo de Ministros pero sí a influir sobre el poder mediante el famoso consenso. Los socialistas de antes de 1982 se asemejaban más a Pablo Iglesias que a Pedro Sánchez. Les costó convertirse en un partido de poder.

A pesar de la desdicha de tener que soportar a algunos políticos —y no por blandos, como denunciaban Casals y Arrufat, sino por ineptos—, el independentismo cívico, que es el que al fin y al cabo vota, vuelve a tener la oportunidad de demostrar que es hegemónico en Catalunya

Mientras en España pasaba esto, en Catalunya las coaliciones han sido una norma casi desde el inicio de la nueva autonomía. En los tiempos de Tarradellas por supuesto. Fue así como digo y no requiere justificación. Está más que probado, incluyendo la participación de los comunistas, cosa que siempre molestó a un PCE minusválido. El primer director general destituido fue, precisamente, un comunista, a quien Tarradellas echó porqué le cayó mal la campaña que había ideado este buen hombre sobre el uso de los condones. Tarradellas era un retrógrado, aunque ahora haya quien defienda que entonces fue el faro de la “modernidad” catalana porque cuando los de la UCD fueron a buscarle y él aceptó volver, desde el balcón de la Generalitat se dirigió a los catalanes como ciudadanos y no como pueblo. A partir de 1980 y durante las dos décadas de pujolismo, el Govern era de coalición. CDC y UDC se vigilaban de reojo siempre. Se tenían una tirria infinita. Una vez disuelta la coalición ha quedado mucho más claro por qué. ¿Y los tripartitos? ¿Qué fueron sino una coalición salvaje —y fallida— entre socialistas, republicanos, ecosocialistas y comunistas? Superada la etapa de Artur Mas, que volvió a la coalición pujolista, desde 2015 se impuso otra vez un gobierno de coalición, esta vez entre ERC y, primero, con el PDeCAT, más los independientes, y después con JxCat. La animadversión entre los partidarios de Junqueras y los de Puigdemont es manifiesta, incluso destructiva, pero aquí están, a pesar de los pesares, gobernando juntos (por el sí o como sea) desde hace cuatro años.

Si la política catalana está en crisis, la española todavía lo está más, a pesar de las apariencias. El cálculo del PSOE es ir a elecciones para intentar despuntar todavía más y de este modo poder formar un gobierno monocolor, que solo necesite el apoyo del PNB, Compromís y Coalición Canaria, pues lo obtendría a cambio de prebendas, como en los viejos tiempos, y, si procede, de los independentistas catalanes, en un nuevo ejemplo de que el independentismo sobrevive apelando al sueño más que trabajando para conseguir la República. No me atrevo a pronosticar cuál de los dos partidos independentistas hoy en el Govern dará primero el paso, puesto que en ambas casas hay partidarios de una acción política errática y desorientada que está más preocupada por la gobernabilidad y la estabilidad del gobierno español que de encontrar la forma de romper definitivamente con el Estado que oprime a Catalunya mientras la arruina fiscalmente y frena su progreso económico y social. La última prueba de ello es la orden del gobierno español de paralizar el proyecto estratégico de la Generalitat, el llamado corredor 5G del Mediterráneo, que es el espacio que discurre a lo largo de la autopista AP-7 y la E-9 entre Catalunya y Francia por donde se quería que circularan los coches autónomos y conectados, sin conductor, privados y de mercancías, gracias a la tecnología móvil 5G. Si antes los gobiernos españoles boicotearon la economía catalana posponiendo el corredor mediterráneo ferroviario y discriminando los puertos y los aeropuertos catalanes, ahora el PSOE vuelve a la carga, nunca mejor dicho.

Uno no se puede fiar del PSOE. Esperar algo de él es inútil. Además, que no lo olvide nadie, ahora ya ha comenzado la campaña electoral. El aparato mediático progubernamental español, que en Catalunya parece como si estuviera fomentado por el propio Govern, hará todo lo posible para que el PSC gane las elecciones. Lo convertirán en el objetivo prioritario para demostrar que se acabó el procés. Quien con niños se acuesta, meado se levanta, cabría recordar a algún cargo gubernamental catalán. Ya se lo recordarán los electores. Mientras tanto, a pesar de la desdicha —la “dissort”— de tener que soportar a algunos políticos —y no por blandos, como denunciaban Casals y Arrufat, sino por ineptos—, el independentismo cívico, que es el que al fin y al cabo vota, vuelve a tener la oportunidad de demostrar que es hegemónico en Catalunya. Ni la represión, ni las amenazas que se aplicará otra vez el 155, ni la ineficacia del Gobierno autónomo, ni la división partidista, podrán con el ánimo popular. Esta es la hora del frente republicano. No hay tiempo que perder.