El president Puigdemont está libre. Relativamente, claro. La resolución judicial del tribunal alemán da vigor a la causa republicana catalana, ya que es muy importante que Puigdemont pueda continuar siendo el referente en el mundo del soberanismo democrático catalán. Sea o no sea president oficialmente, Puigdemont es a estas alturas nuestro Dalai Lama laico. Además, libre, aunque sea en libertad condicional, se lidera mejor que encarcelado. Pronto, cuando la justicia alemana decida definitivamente si lo extradita o lo deja en libertad, el Espacio Libre de Bruselas volverá a tener el ímpetu que había tenido durante los primeros meses de exilio. Bruselas será la capital de la República catalana mientras no pueda serlo Barcelona. Será necesario que nos hagamos a la idea de que conseguir la independencia será un proceso más lento de lo que habían imaginado los dirigentes de la anterior etapa. La unilateralidad ya no puede guiar la nueva estrategia, pero el conflicto catalán es hoy más sólido y profundo de lo que era entonces.

La victoria parcial del viernes pasado en Alemania ha malherido la estrategia —y el relato— del bloque del 155, pero el gobierno español no se rendirá en modo alguno. No nos hagamos ilusiones. Equivocarse en este aspecto sería letal. Aumentará el nacionalismo español y la xenofobia anticatalana sin que nadie lo remedie. En España ningún socialista es hoy capaz de pronunciar un discurso en defensa de la libertad y de la liberación de los presos políticos catalanes como el que tuve el privilegio de escuchar este fin de semana en un acto en la Asamblea de la República portuguesa por parte de Tiago Barbosa, un diputado socialista muy activo en Twitter en favor de la causa catalana (@tbribeiro). El PSOE está secuestrado por el PP. Por lo tanto, si asumimos que Catalunya está sometida a una especie de Estado de excepción —y no lo digo sólo por la aplicación del artículo 155—, será necesario que actuemos en consecuencia. El president y el nuevo Govern deben dar respuesta a esta lógica. No quiero decir que se deban aclimatar, porque eso conllevaría rendirse, sino que deben saber combinar la lealtad al president legítimo, que es el presidente del Espacio Libre Republicano, y la gestión de lo que quede de la comunidad autónoma catalana. Debe ser, pues, un Govern político. O al menos que combine consellers y conselleres con una fuerte carga política y consellers y conselleres más, digamos, técnicos. Debe ser paritario, evidentemente. Pero debe ser plural. Y no lo digo tanto por lo que es obvio, que será un Govern de coalición entre ERC y JuntsxCat, sino porque creo que también tiene que rebasar los límites del partidismo estricto.

No se puede seguir haciendo lo mismo. Es necesario que deconstruya para volver a construir

¿Y qué tiene que hacer este Govern? En primer lugar, asumir que será un Govern de transición, aunque la legislatura sea larga. La misión de un Govern como éste, que tomará posesión tras meses de inestabilidad y de un 155 paralizante, debe ser, a toda costa, recuperar la moral de la administración, que está por el suelo, retomar iniciativas bloqueadas por la estulticia de los ocupantes y elaborar planes de reforma reales para que la administración catalana sea lo que debería ser. O sea, el motor de la redistribución social de los recursos y el promotor de la generación de una riqueza que abra las puertas a la prosperidad. Una comunidad autónoma puede hacer este tipo de cosas, aunque ya hemos visto los límites con el montón de recursos gubernamentales españoles contra leyes aprobadas por el Parlament. Denunciar esta injerencia externa debe servir, también, para construir mejor y con más fundamento el relato republicano. La ampliación de la base social soberanista llegará por aquí y no con proclamas ideológicas. Esta será una legislatura marcada por el conflicto, como no podía ser de otra manera, porque a pesar de que el poder español detuvo en seco el proceso soberanista, la realidad es que hoy la causa republicana está más viva que nunca, también internacionalmente. Tenemos una base social fuerte y tenemos a un dirigente. Necesitamos, ahora, recuperar el gobierno autónomo. Es imprescindible. Pero debe ser un Govern reformista, muy reformista, que con sus políticas dibuje el nuevo Estado que se pretende crear. No se puede seguir haciendo lo mismo. Es necesario que deconstruya para volver a construir.

El nuevo president y el nuevo Govern deberán asumir que gobernarán de prestado. Deben hacerlo lo mejor que sepan, pero no podrán olvidar nunca hasta dónde ha llegado el soberanismo y cuál es la exigencia republicana de los electores que el 21-D volvieron a derrotar al unionismo. Quizás el Estado conseguirá que no se pueda investir a Jordi Sànchez ni tampoco a Carles Puigdemont, pero desde Catalunya no podemos contribuir al caos al que el PP y sus aliados del 155 quieren someter al país. En resumen: al soberanismo no le conviene repetir las elecciones. Esta opción abriría demasiados peligros, entre los que cabe destacar que no dejaran presentarse a los presos y exiliados que hoy todavía son diputados, pero es que tampoco serviría para modificar la situación actual. El proceso de transformación del sistema de partidos catalanes no culminará de un día para otro. Por lo tanto, tratemos de encontrar un recambio y que invistamos a un president o a una presidenta que cumpla con algunas características: que sea independiente, que sea fiel al president depuesto y que tenga experiencia y sepa asumir el papel de president en tránsito, designado entre los supervivientes de la represión, para ayudar a construir la República dentro y fuera de Catalunya. Hay maneras de encontrar este recambio. Además, la mayoría de la gente exige a los tres partidos soberanistas hoy representados en el Parlament que se pongan de acuerdo. Cuanto más siniestros son los designios de un político, más estentórea es la nobleza de su lenguaje, decía el novelista Aldous Huxley.