Se acaba el 2019. Un año de conmemoraciones y de antagonismos agudos. De malestar global. La historia de la humanidad es, por encima de todo, la historia del conflicto, de la pugna social. Entre el 1919 y el 1939, Europa quedó atrapada en un paréntesis de veinte años en que los extremos se apoderaron de los gobiernos y de las calles. La era de los extremos, en una feliz descripción de aquel momento hecha por el historiador Eric J. Hobsbawm —él mismo adherido a una de estas ideologías extremas, el comunismo—, en España acabó, justamente, el 1939 con la victoria de los partidarios del golpe de estado franquista. El nacionalcatolicismo dominó España casi cuatro décadas. El franquismo fue un régimen represor que, en el caso de las nacionalidades, fue doblemente opresor. Que un montón de vascos, catalanes, valencianos, isleños o gallegos se apuntaran al franquismo y actuaran contra la lengua y la cultura propias, no niega, en absoluto, que el franquismo intentara, como describió Josep Benet, un verdadero genocidio cultural. ¿Es que el recibimiento entusiasta de los vieneses de la Wehrmacht la mañana del 12 de marzo de 1938 niega que Austria fuera ocupada por la Alemania nazi? Los “rojo-separatistas” que encarcelaba y fusilaba Franco no vivían ni en Madrid ni en Sevilla. Muchos catalanes celebraron la ejecución del presidente Companys, del mismo modo que muchos austríacos festejaron el anschluss entre Alemania y Austria.

Entre los independentistas hay de todo, claro está, pero como movimiento, como manifestación de la voluntad libertaria de los ciudadanos, es la expresión de los tiempos de conflictos que se están viviendo por todas partes

Los que perpetraron las barbaridades represivas franquistas, el 1978, una vez aprobada la Constitución, seguían en sus puestos. Jamás se ha juzgado a nadie por los crímenes cometidos por la dictadura. La transición no fue tan modélica como dicen, y todavía lo fue menos después del 23-F de 1981. Fue un pacto de silencio horroroso. El estado democrático empezó a tambalearse entonces, sobre todo por la deconstrucción del estado autonómico. La autonomía había sido el precio, la reparación histórica, que habían tenido que pagar los franquistas para “reconvertirse” en demócratas. Era un precio rebajado porque, en resumidas cuentas, la generalización de las autonomías pretendía diluir las nacionalidades existentes y porque los franquistas mayoritariamente se quedaron con el control del estado a cambio de “compartir” de vez en cuando el gobierno con la oposición. 22 años de gobiernos del PSOE y 20 de UCD y el PP. No hace falta añadir nada más. Los jóvenes nacionalistas del PSOE que mencionaba el New York Times en 1982 hoy ya son abuelos y son más nacionalistas españoles que antes, por encima incluso de una supuesta tendencia izquierdista, a pesar de que algunos dirigentes de ERC quieran obviarlo. Joan Lluhí i Vallescà y Lluís Companys ya cometieron este mismo error en 1934, con la complicidad, curiosamente, de Josep Dencàs y la pandilla de radicales de Estat Català. Uno no puede fiarse de los socialistas españoles puesto que, además, cuando la situación se tuerce siempre culpan a los nacionalistas catalanes o vascos. Es posible que este 2020 se repita la historia y que, como señalaba el grande barbudo, sea en forma de farsa. La atracción por el poder es más fuerte que la voluntad transformadora de algunos jóvenes políticos de hoy.

El Tratado de Versalles de 1919, que fue el preludio de la gran guerra que destruyó Europa del 1939 al 1945, nació muerto, a pesar del esfuerzos del presidente Woodrow Wilson y la formación de la Sociedad de Naciones. La cruzada por la humanidad que propugnaba aquel presidente intelectual quedó en nada. Al cabo de dos décadas, en 1939, estalló una guerra que duraría seis años durante la cual los nazis perpetraron el Gran Crimen, el Holocausto, cuyo alcance mortífero solo tiene parangón con el gulag y las purgas estalinistas. Los extremos totalitarios son siempre aduladores de la muerte. Destruyen todo lo que no pueden controlar. Actuaron así en los años 30 y siguen haciéndolo ahora, a pequeña escala, sin el dramatismo de los cañones destruyendo ciudades europeas. Tienen bastante con la represión policial. Ni Europa ni el mundo se han recuperado todavía de aquella sacudida bélica. El sueño europeo, que nació para superar la filosofía vengativa de Versalles, está sumido en una crisis profunda debido al resurgimiento del nacionalismo estatista y a la destrucción del estado keynesiano. En Gran Bretaña es donde se ve mejor, pues la integración europea es solo económica y poco más. Mejor dicho, es monetaria, con todos los inconvenientes que supone un modelo cojo políticamente y, sobre todo, culturalmente.

El capitalismo a la manera china –libre mercado combinado con la dictadura– es la epidemia que está matando a la democracia. Es la aspiración de muchos gobiernos “occidentales”

El 2020, que será un año bisiesto, arrancará con los deberes por hacer. La contestación popular a los abusos de poder cada vez es más violenta porque la insensibilidad democrática gubernamental es cada vez más evidente. En todo el mundo la pugna vuelve a ser entre los demócratas y los autócratas. Entre los libertarios y los autoritarios. La izquierda clásica, que en los años treinta dirigía los movimientos populares, hoy forma parte del sistema, tan insensible socialmente como lo es la derecha, hasta el punto, como se ha visto con el PSOE, de utilizar la subida de las pensiones para asegurarse el poder. Incluso los herederos del 15-M, una vez peleados y divididos, han vuelto a la lógica del PCE y están decididos a apuntalar el Régimen del 78 porque no tienen alternativa. El independentismo, en cambio, tiene la alternativa de crear un marco político nuevo, separado de España, que sea realmente reformista. Entre los independentistas hay de todo, claro está, pero como movimiento, como manifestación de la voluntad libertaria de los ciudadanos, es la expresión de los tiempos de conflictos que se están viviendo por todas partes. El malestar es global, porque las desigualdades, las estafas, la corrupción y la dominación antidemocrática se han propagado como la peste. El capitalismo a la manera china –libre mercado combinado con la dictadura– es la epidemia que está matando la democracia. Es la aspiración de muchos gobiernos “occidentales”. Los años 20 del siglo XXI no serán tan felices como lo fueron los del siglo XX. En Catalunya tampoco lo fueron mucho. La historiografía los denomina los años del pistolerismo y no fueron felices. La historia es global, pero la perspectiva solo puede ser nacional si se quiere entender algo de lo que pasa en las calles de bajo tu propia casa. En Catalunya, la república de los soñadores es, como ya pasó en Baviera el 1918, la manifestación de un pacifismo radical que reclama que la democracia funcione para dirimir los conflictos y para decidir el futuro. No será fácil, puesto que se opone al oscurantismo españolista. ¿Es una utopía? Quizás sí, pero el mundo solo avanza cuando alguien sabe imaginar qué vendrá y corre el riesgo de defender la libertad.