Fui una niña adoctrinada en el catalanismo. Ala, ya lo he dicho. Hacía años que quería salir de la taquilla [recordad que en catalán no se llama ni guixeta (calco del francés guichet) ni taquilla (cuando hace referencia al armario pequeño donde se dejan los objetos personales)]. Para que os hagáis una idea de la dimensión del adoctrinamiento que sufrí, os pondré una serie de ejemplos clarificadores. Cuando tenía cuatro años, me obligaban a mirar solo TV3 (para los que no lo recordéis, TV3 era aquella televisión que, en sus inicios, utilizaba un catalán inmaculado). Lo primero que me obligaron a ver fue Pac-man, una serie de animación que se basaba en un videojuego de los años ochenta del pasado siglo. Pero esto solo fue el comienzo, vinieron muchas otras series, como La petita Pollon, A cor obert, Magnum, L'espantaocells i la senyora King, Doctor Slump, Bola de drac, Musculman..., y programas de televisión, como Amor a primera vista, Sense Títol, Filiprim, Persones humanes, etcétera, etcétera. Al parecer, eso, a mis tutores legales, no les pareció suficiente, porque —aprovechando que tenía las manos libres— me obligaron a hacer senyeres catalanas de ganchillo mientras miraba las series. Estas senyeres, o bien las utilizábamos de colcha, o bien las vendíamos a otros catalanes adoctrinados.

Durante el día, iba a la escuela; donde solo me enseñaban a hablar catalán, a cantar Els segadors y a tocar La santa espina con el fiscorno. Hablo castellano y nunca he sabido por qué; nadie me enseñó a hablarlo. Saliendo de clase, venía lo peor: me obligaban a ir a clase de bailes tradicionales con el grupo de danzas del pueblo; a aprender a bailar sardanas; a hacer de enxaneta de distintos grupos de castellers de la provincia, y a ir a clase de baile de bastones. Con diez años tenía las pantorrillas de un deportista de élite de treinta.

Cuento toda esta historia para que los catalanes que han sido adoctrinados como yo sepan que no están solos y que de aquí no se sale

Cuando se ponía el sol, empezaban las clases de historia de Catalunya y de combinación de pronombres débiles. La clase consistía en leer diez libros y en contestar cincuenta preguntas. Por cada pregunta que respondía mal, me obligaban a recitar veinte poemas de algún autor catalán (Salvador Espriu, J.V. Foix, Josep Carner, Joan Maragall…). Como podréis entender, a la hora de cenar, estaba exhausta, así que —para que cogiera fuerzas y no decayera— me obligaban a comer un plato de judías con butifarra y alioli; un plato de escudella y carn d’olla, y una crema catalana y un plato de frutos secos de postre. Me dejaban diez minutos para que hiciera la digestión y, a continuación, me obligaban a acostarme con unos auriculares en las orejas y me hacían escuchar todas las canciones de los cantautores de la Nova Cançó (Guillermina Motta, Lluís Llach, Josep Tero, Marina Rossell, Raimon, Pau Riba, Jaume Sisa…). La gallina ha dit que no, visca la revolució! Oh, gavina voladora, que volteges sobre el mar… Todavía las tengo grabadas en el cerebro.

Cuando fui mayor y ya hablaba el catalán de Pompeu Fabra y había coronado más de dos mil castillos humanos, me obligaron a estudiar Filología Catalana para poder dedicarme a adoctrinar las nuevas generaciones. Una cosa llevó a la otra —ya sabéis cómo van estas cosas— y, sin darme cuenta, acabé votando, obligadamente, sí a la independencia de Catalunya en el referéndum del 1 de octubre de 2017. Como diría Jaime I: Vergonya, cavallers, vergonya!

Cuento toda esta historia para que los catalanes que han sido adoctrinados como yo sepan que no están solos y que de aquí no se sale. Un día te hace gracia una canción de Raimon; al día siguiente, notas que te hace ilusión encontrarte a los compañeros del grupo sardanista; tres días después, te apetece comer un plato de escudella y carn d’olla…, y un día te das cuenta de que, sin quererlo, amas Catalunya, el catalán y la cultura catalana con todo tu corazón y que ya no puedes hacer nada para evitarlo.