De pequeño, cuando estudiaba secundaria, tenía pánico a mirar las notas. Cuando me entregaban la hoja con los resultados de la evaluación, trimestre tras trimestre lo cogía mirándolo de reojo, con el corazón a cien y cruzando los dedos para no encontrar muchos suspensos, más o menos como ahora los cruzo cuando hago el borrador de la Renta y espero no tener que pagar una morterada a Hacienda. Hace poco más de un año, cuando abrí una noticia de El País sobre pederastia en la iglesia española, volví a recordar aquella desagradable sensación adolescente. Se detallaban las 251 denuncias que el diario había entregado al Vaticano, con las iniciales de los sacerdotes, la orden a la cual pertenecían y el lugar de los supuestos hechos. Como la lista estaba ordenada por orden provincial, empecé a hacer scroll abajo después de ver los casos de Albacete o Alicante, pero cuando llegué a Barcelona el corazón se me empezó a acelerar. Si a los trece años en un aula del colegio sufría por no leer la palabra 'Insuficiente', ahora sufría precisamente por no leer unas iniciales que fácilmente pudiera descifrar al lado del nombre de aquel colegio: Jesuïtes de Casp.

Desgraciadamente no fue así, por mucho que leyera aquella lista como quien no la quiere leer. Si alguna cosa aprendí de jovencito en los Jesuitas, de hecho, es que afrontar la realidad mirándola de perfil no la hace desaparecer. Aquellos a quienes debo mi educación, sin embargo, no lo han entendido así durante un buen montón de años, por eso no ha sido hasta ahora, en pleno año 2023, cuando han empezado a saberse con nombres, apellidos y detalles aquellos presuntos abusos de los cuales el Vaticano, con un Papa jesuita, fue conocedor hace casi dos años. Uno de ellos, también destapado por El País y con la firma de una exalumna de Casp a quien entrené durante cuatro temporadas, ha estallado como una bomba esta semana y la onda expansiva nos ha llegado a todos los que algún día estudiamos allí. Lo peor, sin embargo, es que a nadie le ha sorprendido: los hechos denunciados eran un rumor ya hace veinte años y todos sabíamos que uno de los religiosos de la escuela era conocido por absolutamente todo el mundo con un sobrenombre como Sex Penis, pero sorprendentemente nadie hizo nada más que mirar de reojo.

El año 2005, cuando un servidor estudiaba 4.º de ESO y después de que una compañera de clase nos explicara cosas muy feas que habían pasado entre ella y F.P., el sacerdote nos avisó de un día para el otro que aquella era su última clase de Religión porque se marchaba al Paraguay a hacer "una misión". Todos nos lo creímos, sí, pero a la vez aquella misma tarde ya todo el mundo sospechaba que aquella "misión" era, quizás, una sutil forma de destierro. Dos décadas más tarde hemos podido leer en la prensa que aquel rumor desgraciadamente era cierto. Veinte años después, también desgraciadamente, hemos podido constatar que la escuela intentó tapar la denuncia de aquella alumna y que la "misión" en Sudamérica de aquel sacerdote simpático, fanfarrón y que se pavoneaba de haber participado en la Caputxinada era sencillamente una sutil manera de castigar a alguien por sus pecados, pero evitando la condena pública.

Las iniciales "F.P." eran unas de las que aparecían en aquella lista, pero el problema es que también aparecían muchas más, por eso en los últimos días los grupos de WhatsApp con la gente de Casp me hierven a todas horas. Cada mañana, desde hace días, muchos tememos chocarnos con alguna nueva noticia que haga salir más mierda a la superficie, ya que por algún motivo atávico, profundo y casi irracional, existe un dolor inefable al ver manchado de esta manera el nombre de una escuela que, cuando menos para mí, es un mundo entero. Si bien hace años que afirmo no ser católico, nunca he escondido sentir un profundo respeto por los jesuitas, por una parte, porque la figura de Jesucristo me sigue pareciendo fascinante en el ámbito conceptual y narrativo, y de la otra porque en Casp aprendí a trabajar mi espiritualidad —que no religiosidad— de manera tal que, sin ella, hoy no sería quien soy. Seguramente por eso, entre aquellas cuatro paredes que para mí son un universo entero, he vivido allí algunos de los episodios más cruciales de mi vida.

Uno de aquellos días fue la única vez que mi padre me puso la mano encima con una bofetada tan punzante como las noticias que estos días han aparecido en la prensa. Era un jueves de junio del año 2003 y le llamaron de la escuela para decirle que su hijo tenía que repetir curso. Con mi madre a su lado, los vi bajar caminando Pau Claris abajo hasta llegar a la esquina con la calle Casp, donde yo, con una hoja en la mano donde constaban cinco suspensos, no tuve tiempo ni de decir 'Hola' antes de que se me calentara la mejilla. No lo había hecho nunca hasta entonces y no lo volvería a hacer nunca, quizás por eso lo tengo grabado como una cicatriz. De nada me sirvió decir 'perdón', aunque desde hacía años los curas me recordaban que hay que buscar siempre el perdón de los otros, ya que Dios, decían, siempre da una segunda oportunidad. Ahora, tantos años después, he entendido por qué alguno de ellos me recordaba cada dos por tres aquello: porque con la excusa del perdón divino, más de uno, incluso el sacerdote F.R. que me hizo la primera comunión y del cual también han aparecido denuncias, quizás aprovechó para cometer pecados indecentes con alumnos menores de edad.

Mi pecado, con catorce años, fue no dar palo durante un año. El de algunos de mis profesores de Religión durante mi infancia y adolescencia, en cambio, parece que fue un poco más turbio. A pesar de eso, durante aquellas durísimas semanas del mes de junio en que me sentí un fracasado, un perdedor y un trapo sucio, la persona que más me escuchó y me ayudó fue, precisamente, el cura responsable de mi curso. En Casp, los curas no se llamaban hermanos ni nada parecido, sino que tenían el título de consiliario y se los llamaba por el nombre. Mi consiliario se llamaba R.A., me preguntó cada día del mundo cómo estaba y me atendió siempre que lo necesité, por eso se convirtió en una especie de abuelo postizo para mí. Por eso, también, se me hace un nudo en el estómago solo de imaginar la posibilidad remota de que aquel hombre a quien tanto quise fuera nunca, para alguien más, un monstruo. Cuando murió, hace seis años, La Vanguardia publicó un obituario precioso y la iglesia de Santa Maria del Mar quedó pequeña el día del entierro, al cual asistí, pero en el cual hoy siento más pena que aquel día, y sobre todo siento miedo, por eso, los dedos me tiemblan cuando escribo esta frase y casi no veo la pantalla de lo que se me humedecen los ojos.

Mi dolor no es nada, sin embargo, al lado del dolor de las víctimas que sufrieron abusos. Duele darse cuenta, eso sí, que de pequeños normalizamos escenas, rumores y comportamientos que no eran normales. Sobre todo, sin embargo, duele saber que lo normalizaban los que entonces eran grandes, mandaban y decidieron mirar hacia otro lado, por lo tanto, la única cosa que pedimos muchos hoy es que la Compañía de Jesús y el Colegio Casp en particular, que quiero con un profundo amor, dejen de mirar de reojo y linden con valentía todas las explicaciones necesarias, ya que precisamente fue en Casp donde me enseñaron que el sacramento de la confesión es un acto liberador. En mi caso, concretamente, me lo enseñó F.P. durante un retiro espiritual de tres días en Vallbona de les Monges, un año después de repetir curso. En el confesionario, le dije que pedía perdón por haber estudiado poco y haber avergonzado a mis padres, y él me dijo homeopáticamente que me marchara en paz porque Dios me perdonaba. El año pasado, el mismo sacerdote escribió un artículo en una revista de antiguos alumnos donde pedía un perdón público, que Dios, no tengo ninguna duda, aceptará. El problema, esta vez, es que no solo es él quien tendría que pedir perdón, sino todos los que callaron durante décadas. Y sobre todo, el problema es que ahora aquellos que tenemos que ejercer el perdón, guste o no a los jesuitas, somos personas de carne y huesos.