Land Rover ha modificado su hoja de ruta con el regreso del Freelander, uno de los nombres más reconocibles de su historia reciente. Lo que en un primer momento se anticipaba como una nueva etapa 100 % eléctrica bajo el paraguas de una submarca específica, ha dado paso a una estrategia más flexible y adaptada a las distintas exigencias de mercado. La aparición de unidades en pruebas con motorización diésel confirma que el retorno del Freelander no estará limitado únicamente a vehículos eléctricos, sino que contemplará configuraciones con motor térmico.

Este giro en el enfoque responde a la necesidad de equilibrar ambición tecnológica y viabilidad comercial. En lugar de lanzar un modelo exclusivamente eléctrico en todos los mercados, Land Rover ha optado por un planteamiento dual: eléctricos para regiones con normativas más exigentes en materia de emisiones, y versiones térmicas —o incluso híbridas— para otros territorios donde la demanda aún se inclina hacia configuraciones convencionales. Esta combinación permitirá a la marca ampliar su alcance global sin comprometer su objetivo de electrificación progresiva.

 

El nuevo Freelander se apoyará en tecnologías compartidas con el grupo chino Chery, con quien Jaguar Land Rover mantiene una alianza estratégica. Gracias a esta colaboración, se utilizarán plataformas modulares capaces de albergar distintas configuraciones mecánicas, desde eléctricas puras hasta motorizaciones con rango extendido o sistemas térmicos tradicionales. Cabe destacar que este tipo de arquitectura ofrece a la marca una flexibilidad fundamental para adaptar su oferta a cada contexto regulatorio y económico.

Un retorno que combina legado y adaptación tecnológica

Lo destacable en este caso es que el regreso del Freelander no se limita a recuperar una denominación histórica. El proyecto implica la creación de una nueva submarca, bajo el control de la alianza JLR-Chery, que permitirá desarrollar vehículos con un enfoque más accesible y funcional que el de los actuales Range Rover o Defender. De esta forma, el Freelander se reposicionará como una opción de entrada a la gama electrificada de Land Rover, con una orientación más práctica y urbana, pero sin renunciar por completo a sus capacidades todoterreno.

Este planteamiento también responde a una lógica industrial. La adopción de tecnologías de desarrollo conjunto con socios asiáticos permitirá reducir costes, acelerar plazos de producción y acceder a cadenas de suministro más optimizadas. En paralelo, la diversificación mecánica contribuirá a mitigar riesgos en un momento de transición global hacia la electrificación, que aún avanza a ritmos desiguales según mercado.

El hecho de que se estén probando prototipos con motor diésel sugiere que Land Rover no descarta versiones convencionales para fases iniciales de comercialización. Esta decisión no implica una renuncia a la electrificación, sino una estrategia escalonada que prioriza la sostenibilidad del proyecto. En lugar de forzar un lanzamiento exclusivamente eléctrico en todos los países, el fabricante adopta un camino intermedio que combina innovación con realismo.

Con este enfoque, el Freelander regresa como símbolo de una etapa de cambio. Ya no es simplemente un SUV compacto dentro del catálogo de Land Rover, sino el primer paso hacia una nueva estructura de producto que mezcla electrificación, adaptabilidad y expansión global. Una apuesta que reinterpreta el pasado de la marca con los recursos del presente y la visión puesta en el futuro.