En el momento álgido de la carnicería patriótica que fue la Primera Guerra Mundial, el primer ministro británico de entonces, Lloyd George, le dijo al editor del The Guardian: "Si la gente supiera qué pasa realmente en Francia, la guerra se acabaría mañana mismo". Por descontado, la gente no lo supo hasta que fue demasiado tarde. Pero no precisamente porque no lo tuviera delante de las narices, sino porque la propaganda había secuestrado las palabras importantes de la época.

Cualquiera que tenga un poco de cultura sabe hasta qué punto la decadencia de Europa está relacionada con la putrefacción del lenguaje. A medida que las palabras se alejan de sus ejemplos virtuosos más concretos, la inteligencia de una sociedad decae y todo queda cada vez más fácilmente en manos del dinero y de la fuerza bruta.

George Orwell lo explica en su novela 1984, y en algún ensayo sobre la expansión del discurso políticamente correcto. Sin una relación profunda y disciplinada con el lenguaje, el hombre se vuelve muy fácil de manipular. Cuando el significado de las palabras queda en manos de los intereses de la prensa y de los partidos, el mundo se vuelve confuso y la gente cae cada vez más bajo. 

Quizás porque leyendo papeles del siglo XVII y XVIII se ve que la lengua catalana estaba demasiado corrupta para que la apuesta austriacista saliera victoriosa, siempre intento estar atento a la evolución del discurso político. La utilización de las palabras me ayuda a hacerme una idea de qué actitudes se premian a cada momento, y por qué motivo de fondo. 

Estos días ha sido un espectáculo ver cómo la prensa utilizaba el Brèxit para estigmatizar la idea del Referéndum. Es verdad que las élites británicas hace tiempo que actúan respecto de la Unión Europea con una inconsistencia y un resentimiento que recuerda a la relación de las élites catalanas con España. Pero la culpa no la tiene el Referéndum; la tienen las élites británicas que no saben lo qué quieren.

Otra palabra que ha sido arrastrada por el barro últimamente ha sido la palabra democracia. El Estado hace tiempo que intenta convertir la idea de democracia en un elemento cohesionador que pare los pies en Catalunya, aunque sea degradándola como ya hizo con la monarquía y el catolicismo en otras épocas. Pot suerte las reivindicaciones en Catalunya han puesto en evidencia la España de la Transición y ahora el PSOE ni siquiera sabe como investir a un presidente del PP sin desintegrarse. 

En Catalunya reclamamos más democracia, pero también nos empeñamos en rebajar la idea de manera peligrosa. El último caso lo hemos tenido con la constitución de la nueva Convergencia, ahora denominada Partido Demócrata Catalán. Yo no sé si el nuevo partido podrá dar lecciones de democracia saludables después de copiarle el nombre a un aliado pequeño, constituido por políticos que se la jugaron para liberar el país de ambigüedades y especulaciones caducas.

Si, cómo era previsible, Demócratas por Catalunya pidió que le fuera respetado el nombre, ¿por qué había que pisarlo? No es muy democrático hablar de refundación y después intentar mantener, a costa de pequeños aliados, la hegemonía que se consiguió justamente en el periodo del cual se reniega en teoria. Me parece extraño que el partido independentista más refractario a convocar un referéndum haya sufrido esta necesidad incontrolable para aprovechar el prestigio de la palabra democracia. Hablamos de unidad y luego jodemos a los aliados?

Aunque todos vemos el mundo a través de tópicos, la calidad de las imágenes y las experiencias que los fabrican no siempre es la misma. Hay una inteligencia colectiva que se forja en el caldo de cultivo de los lugares comunes y que decide por qué algunas sociedades triunfan y otros fracasan en los momentos importantes. Hay una higiene de las palabras que es imprescindible para que los pequeños intereses de la vida diaria no nos arrastren, y más ahora que las guerras ya no hacen su funcion purificadora y la presión sobre nuestras decisiones se ejerce más que nunca a través del lenguaje.