El Foreign Affairs de febrero traía un especial sobre la manera como los países se relacionan con las tragedias del pasado perfecto para entender la polvareda que ha levantado la investidura del presidente Quim Torra. Engañados por la fuerza que tiene todavía el discurso pujolista, los españoles se piensan que, si despiertan el conflicto identitario, ganarán la partida al independentismo. No se dan cuenta de que la única cosa que harán será acabar de destruir su democracia.

El especial de Foreign Affairs explica muy bien que todos los países se organizan a partir de un pecado original que tienen que aprender a gestionar con inteligencia. Los padres de la Constitución americana, por ejemplo, protegieron la esclavitud con el argumento que la sumisión de los negros hacía posible la libertad de la población blanca. Como los Estados Unidos era una amalgama de ciudadanos de diferentes países europeos, la marginación de los negros se consideraba "un mal necesario" para mantener la nación unida.

Como la misma revista reconoce, ni la guerra civil ni la lucha por los derechos civiles, un siglo después, cambiaron el papel de los negros en el imaginario nacional americano. Sólo a medida que los privilegios de la población blanca se convirtieron en un obstáculo para el futuro de la nación, las actitudes sociales fueron cambiando. La presión que ahora hay para destruir símbolos sudistas se enmarca en el hecho que los Estados Unidos ya no puede prescindir de las minorías para hacer funcionar la economía y alimentar al ejército.

Si el pasado esclavista articula el debate político de los Estados Unidos, en Rusia podemos encontrar otro ejemplo que también recordará España y el papel que juega el independentismo. En Moscú, los mismos diarios que hace unos años despreciaban a Stalin, ahora tienden a perdonarle las matanzas. A medida que Putin ha impuesto la agenda imperialista, Stalin ha empezado a percibirse como el héroe de la Segunda Guerra Mundial, más que no como el carnicero que convirtió las hambres y los gulags en la base de su poder político.

Como en Rusia y en los Estados Unidos, las élites españolas han salido invictas de las guerras del siglo XX, pero eso no quiere decir que no tengan monstruos en el armario y que puedan jugar con fuego sin quemarse. El hecho de haber construido la democracia sin juzgar a los dirigentes de la dictadura, y bajo la tutela del ejército que había hecho el golpe de estado, hace que el problema catalán haya cogido una fuerza destructiva insospechada. Aunque los españoles progres se resistan a recordarlo, en el lecho de muerte Franco reconoció al rey Juan Carlos que la asimilación de Catalunya se encontraba en la base de la Guerra Civil y de sus políticas.

A diferencia de lo que pasaba en los años treinta, en Madrid se piensan que el problema catalán es un problema de construcción ideológica. Creen que el transatlántico español ha chocado con un iceberg, cuando ha chocado con la punta de una montaña nevada. Traer el debate al campo de la confrontación étnica y cultural, en 1980 era útil porque los catalanes vivían asustados, con la identidad malherida por las décadas de dictadura. El discurso identitario de Pujol estaba limitado por su autonomismo y, por lo tanto, lo bastante acosado para ser dominado fácilmente por Madrid.

El entorno convergente ha escogido a Torra para volver al esquema identitario a través del odio de Ciutadans sin prever que el conflicto ya no está limitado por el imaginario autonómico. En Madrid, han utilizado Ciudadanos para justificar la españolización de Catalunya y Albert Rivera ya empieza a crear más problemas de los que se esperaban. El partido de Inés Arrimades es el equivalente local del segregacionismo norteamericano. Es el partido de los españoles que no se han beneficiado de la marginación de los catalanes, ni siquiera viviendo en Catalunya.

Si Arrimadas pudiera salir a la tarima del Parlamento hablando en castellano, pero diciendo que habla en catalán, lo haría. Cuando los dirigentes del PP dicen que el presidente de la Generalitat no gobierna por todos los catalanes, quieren decir que no gobierna por los únicos catalanes que Madrid tiene en cuenta, que son los de cultura española. La democracia surgida del franquismo se construyó sobre la base que Catalunya era una región inflamada. Por eso los cálculos que Madrid y Barcelona han hecho para contener el independentismo no han funcionado nunca.

Si Ciudadanos representa a los españoles que, ni siquiera con la subordinación de los catalanes, el Estado ha conseguido integrar en la vida democrática, el presidente Torra representa el pasado que Madrid ha negado siempre a Catalunya. En la sesión de investidura se veía más claro que nunca que el Parlamento está dividido por el conflicto nacional. La mayoría de unionistas, como tienen la policía a favor suyo, no se molestan a esconder el odio. Los diputados independentistas lo subliman con sonrisas y los miembros de los comunes y el PSC con discursos socialistas de pan mojado con aceite.

Si el conflicto identitario se consolida en Catalunya, acabará estallando también en Valencia, en Mallorca, en Galicia y en el País Vasco. Sin el ejército para hacer de policía como en los viejos tiempos, a la larga serán los españoles los que más saldrán perdiendo. El coste será muy alto. Pero todo el mundo sabe cómo acabó Irlanda y cómo ha acabado la gran Serbia. Como más virulenta sea la presión que los unionistas pongan en la llaga identitaria, más fácil será que el conflicto que quieren traer aquí, les estalle en su casa, como pasó con la corrupción y el republicanismo.

El conflicto nacional entre Catalunya y España se resolverá en términos democráticos o con violencia, pero esta vez no habrá excusas ideológicas para taparlo. Por eso el presidente Torra irrita tanto, más allá de las críticas que se puedan hacer a los artículos que ha escrito o al maquiavelismo de tendero que se esconde detrás de su investidura. Torra sabe que Catalunya es un país ocupado, y la democracia española no estaba pensada para gestionar un presidente que hablara tan claramente de eso.

Con Torra los españoles empezarán a notar que, diferencia de los icebergs, las montañas no se mueven de sitio. Ni siquiera con las bombas que Giménez Losantos nos querría tirar sobre, las puedes borrar del mapa. Si se trata de jugar a ver quién es más nazi, para los independentistas no hay problema.