Simon Kuper volvió a publicar el domingo en el Financial Times un artículo de estos que dan ganas de levantarse y aplaudir. Kuper está a mis antípodas. Si yo formo parte de la mitad del mundo que ve la globalización desde el fenómeno local, él es un desarraigado. Nació en Uganda, hijo de padres sudafricanos, y ha acabado viviendo en París, después de pasar la infancia en Holanda y educarse en Gran Bretaña y en los Estados Unidos.

Durante el referéndum escocés y la campaña del Brexit, perdió un poco los nervios. Pero después de la victoria de Donald Trump fue el primer opinador de la élite liberal que se sacudió los prejuicios e intentó entender qué estaba pasando. En vez de seguir demonizando eso que el statu quo denomina el populismo, se paseó por los barrios marginales de Francia intentando comprender por qué la gente no vota las opciones que a él le parecen razonables.

Su último artículo introduce un elemento que explica bien por qué la democracia está estancada. Con su estilo sencillo de comentarista deportivo, Kuper recuerda que la gran pasión de los líderes populistas es el deseo de castigar. Todos los discursos populistas, asegura, tienen en común el deseo de poner a alguien en la prisión. Las ganas de matar y de conquistar que se apoderaron de la Europa de los años treinta, ahora se vehiculan a través de un legalismo vengativo, que disfraza la frustración y la intolerancia de respeto a la ley.

Como dice Kuper, cuando no tienes fuerza o talento para ofrecer soluciones concretas a los problemas, servirse del estado para castigar puede parecer una alternativa realista. El columnista atribuye el origen de este clima punitivo al éxito que tuvieron las políticas policiales practicadas por algunos alcaldes durante la década de los noventa. El hecho de que la mano dura sirviera para salvar el prestigio de ciudades como Nueva York, viene a decir, ha dejado un recuerdo perverso que exacerba los discursos judiciales y policiales como alternativa al fracaso de los valores buenistas.

Con un cierto estupor, el opinador se da cuenta de que la pulsión vengativa que se atribuía a Trump se empieza a extender peligrosamente entre sus opositores, aquellos que hasta hace poco predicaban el diálogo infinito y el final de la historia. A mí no me extraña. Primero porque el caos es el último resorte del poder, cuando se siente amenazado. Y segundo porque el discurso políticamente correcto, que ha ahogado la creatividad occidental, surgía del autoodio y del remordimiento y hay una línea muy fina entre las ganas de ser castigado y las ganas de castigar, entre el masoquismo y el sadismo.

La democracia española nunca ha logrado liberarse de esta pulsión punitiva que aterra a Kuper. Sólo hay que recordar en qué clima se han producido las alternancias en Madrid y el papel de cabeza de turco o de pacificador que, según el momento, el catalanismo tenía que jugar, para justificar su existencia política. Durante la Transición, Trias Fargas decía que, los españoles, cuando no te pueden fusilar te tiran los tribunales encima. El debate sobre la independencia ha puesto en evidencia hasta qué punto tenía razón.

Desde Catalunya es fácil ver que la cultura del castigo que se ha apoderado de la democracia occidental tiene el origen en el miedo de unos sectores sociales que necesitan exagerar la nota para defender sus intereses. El populismo, si existe, sobre todo es un insulto que sirve para desacreditar a los adversarios que no mojan de tu sopa. La contribución que Duran i Lleida y algunos diarios han hecho a la destrucción del debate político hundiendo a un partido como Unió Democràtica, por ejemplo, es mucho más importante que la que haya hecho cualquier indignado o okupa.

La performance de la CUP en la sede del PP es una broma al lado del autoritarismo que García Albiol legitima cada día con sus amenazas. Cuando Mas y Puigdemont braman que el Estado se vengará de Catalunya -en vez de concentrarse en mejorar su discurso y explicar bien los beneficios de la independencia- también contribuyen a intensificar el llamado clima populista. Y asimismo lo hacen las monjas puritanas y los que aseguran que el Estado impedirá físicamente el referéndum, como si tuvieran una bola de cristal.

Cuando los miedos o los beneficios personales te llevan a poner el énfasis en predicciones de cariz alarmista más que en soluciones democráticas concretas, el ogro de la demagogia se hincha como el Increible Hulk. La democracia se inventó para que los hombres persiguieran sus sueños, no para que vivieran atemorizados. Los recortes no han podido sustituir a la violencia de clase que el Estado había atizado siempre para dividir a los catalanes. Asimismo, nada puede impedir la celebración del referéndum excepto el pesimismo de las momias repintadas y los fantasmas del pasado.