Da un poco de angustia ver cómo los ideales que tenían que servir para hacer a las sociedades más tolerantes y democráticas empiezan a servir de excusa para armar las nuevas formas de autoritarismo. Una vez las redes sociales han roto el monopolio de la información, los Estados buscan nuevos pretextos para aislar las voces subversivas y mantener el control sobre los discursos hegemónicos.

En ciertos aspectos vivimos una época dorada para la libertad de expresión y de pensamiento. Las buenas ideas no habían sido nunca tan fáciles de difundir, ni tan difíciles de perseguir y desacreditar. El pluralismo de valores, que había sido idealizado con tanto entusiasmo por los políticos y los diarios de los países democráticos de finales del siglo XX, difícilmente habría podido soñar con encontrar plataformas más hechas a medida que WordPress, Twitter o Facebook.

Aun así, parece que la libertad de expresión y de pensamiento estén muriendo de éxito y que, poco a poco, se vayan convirtiendo en el gran enemigo de los poderes constituidos y de los sectores más irascibles de la sociedad. Cuanto más rico es el debate en las redes, más se empobrece la vida política de los países democráticos. En buena parte de Europa, los gobiernos se van quedando sin una oposición política articulada, a medida que los votantes encuentran fuentes de información alternativas para fiscalizar la acción de sus representantes y los relatos de los periodistas.

Los delitos de odio, que nacieron para proteger la memoria del holocausto y de los genocidios perpetrados durante el siglo XX, se han convertido en una herramienta intimidatoria para disfrazar, de moralina políticamente correcta, la misma razón de Estado que antes orquestaba guerras. La protección de las minorías, que es una obligación de toda democracia, ha derivado hacia un victimismo generalizado, que los gobiernos gestionan a su gusto y conveniencia, administrando las miserias de todo el mundo a favor suyo, con el apoyo de los jueces.

Las noticias que llegan de China, donde los independentistas del Tibet son procesados por delitos de odio étnico, o de Rusia, donde los opositores son encarcelados por promover manifestaciones, cada vez suenan menos lejanas y estrambóticas. Es verdad que podría ser peor y que nos podríamos sentir amenazados como los blogueros de Blangladesh que son asesinados en la calle por fanáticos islamistas. Pero el debate se empobrece y degenera a una velocidad extraordinaria, a medida que se percibe que las palabras resultan estériles ante la fuerza de los hechos consumados.