En mi libro sobre el 9-N, Un estiu a les trinxeres, explicaba que la naturaleza de la guerra está cambiando y que cada vez pone más presión sobre nuestro sistema moral y psicológico. Me hacía eco de un libro de Steve Pinker, The better angels of our nature, que calcula que la mortalidad en los campos de batalla se ha reducido un 90 por ciento, desde 1945.

Según Pinker, el declive de la violencia física es uno de los fenómenos que se tiene menos en cuenta, cuando se piensa en el futuro del mundo. Los traumas del siglo XX, combinados con los avances tecnológicos, habrían obligado el poder a repensar sus tácticas. La violencia cada vez se centraría más en destruir cerebros y voluntades, y menos a hacer desaparecer edificios y personas.

De la simple observación, se desprende que las víctimas de los grandes conflictos actuales tienen más números de acabar pasando por el psicólogo que por la enfermería. No hace tantos años, en Catalunya, el independentismo no habría podido llegar a los niveles de popularidad que tiene hoy sin dar por hecho un conflicto de alta intensidad, con muertos y bombardeos.

La utilización que el Estado hace de la prensa y de los tribunales da una idea de la evolución, positivísima, que han tenido los cañones d'Espartero y los aviones de Hitler y Mussolini. Como ya se empieza a reconocer en las tertulias españolas, la causa judicial contra el independentismo no se aguanta por ningún sitio. ¿Pero quién quiere estar 10 años en la prisión mientras espera que el tiempo ponga las cosas en su sitio?

El declive de la violencia física fomenta que todo el mundo tenga más margen y vaya un poco de farol, no sólo los políticos processistas. Hace un par de semanas la revista Time advertía que Trump "está jugando al póquer con el poder nuclear". Las instalaciones que los Estados Unidos tenía dormidas en Nevada, para llevar a cabo pruebas atómicas, han recibido la orden de prepararse para un posible test después de 25 años de inactividad.

Según la revista, Trump todavía no ha dado la orden de hacer el test pero el gobierno se plantea de ofrecer a Irán, Rusia y Corea del Norte "una muestra clara" del poder de los Estados Unidos. La administración norteamericana cree que la mejor manera de mantener la paz es invertir en armamento nuclear y hacer pública su capacidad de aniquilar a los enemigos. Tanto es así que ha autorizado la construcción de la primera cabeza nuclear nueva, en 34 años.

El problema de ir de farol para explotar los miedos del enemigo es que, si abusas de ello, despiertas viejos demonios y al final siempre hay alguien que pierde los nervios. Cuando las élites dejan de hacer un uso creativo de su poder, empiezan a jugar con fuego y al final siempre hay una chispa que incendia el bosque. Un ejemplo clásico es la Primera Guerra Mundial, que los últimos años ha dado muchos libros dedicados a analizar sus orígenes aparentemente imprevisibles y pintorescos.

Si el archiduque austríaco no se hubiera perdido con su coche por las calles de Sarajevo su asesino no se lo habría encontrado de cara, cuando ya había renunciado a llevar a cabo el atentado y se marchaba hacia casa. Ahora bien, si las élites europeas se hubieran preocupado de actualizar sus discursos y sus políticas, en vez de hacer al fantasma con los tópicos bélicos del siglo anterior, el atentado no habría tenido un efecto tan devastador.

Cuando miro el panorama occidental —y el español, especialmente— veo un poco eso, que cada vez se recurre más a discursos e intereses del siglo pasado para resolver problemas actuales. Pinker tiene razón que el declive de la violencia física ha cambiado la manera de hacer la guerra, pero los últimos años se empieza a intuir que eso solo no nos asegura que iremos a parar a buen puerto.

Este fin de semana, Financial Times llevaba una reseña del último libro del sociólogo, Enlightenment now, que refleja la tormenta que se va formando en el horizonte. El título de la reseña, Va mejor el mundo, o va peor?, ya es una señal que no las tenemos que tener todas. Con un exceso de agresividad y moralismo, Pinker defiende que nunca habíamos estado tan bien, ni habíamos ido mejor. Técnicamente, no creo que se le pueda discutir su tesis.

El problema es que los hombres somos seres poéticos y tendemos a la nostalgia. Cuanto más confortables estamos, más miedo tenemos a perder lo que tenemos y, cuanto más miedo tenemos a perder lo que tenemos, más nos aferramos a ello y más se encoge nuestro espíritu y nuestra imaginación. Como más se encoge la imaginación y la esperanza en el futuro menos evolucionamos, más forzamos los antiguos razonamientos y más posibilidades tenemos de acabar haciéndonos más daño del que queríamos.

Todo es un equilibrio fino y a veces no hay más remedio que sufrir un poco para salir adelante. Otras, llevamos el estancamiento hasta extremos de fanfarronada tan delirantes que al final la única condición que podemos poner es sobrevivir para poder volver a empezar.