Sin titular de portada: un túnel transoceánico entre Rusia y Alaska –llamado con ironía “Trump-Putin Tunnel”– ha pasado en cuestión de días de ser una anécdota a una muleta propagandística con pretensiones geoestratégicas. La propuesta, impulsada por el comisario especial ruso Kirill Dmitriev justo después de una llamada entre Donald Trump y Vladímir Putin, prometía unir la Península de Chukotka con Alaska mediante un túnel bajo el estrecho de Bering. Sorpresa, incredulidad y risas han seguido a la idea: para muchos, es una fantasía megalómana; para los arquitectos de la narrativa política rusa, una oportunidad para desviar la atención y vender grandeza.
Dmitriev afirmó que el proyecto ya contaba con un estudio de viabilidad de seis meses y que la tecnología moderna –mencionando directamente la Boring Company de Elon Musk– permitiríacompletar la obra por menos de 8.000 millones de dólares y en menos de ocho años. Declaraciones como esta han alimentado titulares triunfalistas en la prensa estatal rusa: “¡Le deja sin aliento!”, dijeron algunos. La presentación pública, enmarcada en un relato de reencuentro entre continentes, pretende poner sobre la mesa la imagen de una cooperación Rusia–Estados Unidos que, en la práctica, choca con la realidad política y geográfica.
Región prácticamente despoblada
Los críticos han señalado rápidamente las contradicciones. ¿Qué necesidad real hay de un túnel de este tipo cuando la región está prácticamente despoblada y la infraestructura terrestre es inexistente. Además, el transporte marítimo es –según expertos– más barato y eficiente para estas rutas, mientras que la inversión y el mantenimiento de un túnel polar serían titánicos y poco rentables. Asimismo, la premisa de que la obra facilitaría una integración de China con el comercio mundial parece, como mínimo, forzada cuando una simple mirada al mapa muestra rutas más directas y seguras.
Aun así, “despoblada” es un término relativo. A ambos lados del estrecho de Bering viven comunidades indígenas como los inuits y los yupik en Alaska, o los chukchis y evenks en el lado ruso. Son pueblos con raíces milenarias que han aprendido a sobrevivir en uno de los entornos más hostiles del planeta, dependiendo de la caza, la pesca y los desplazamientos estacionales. Sus conexiones culturales atraviesan el estrecho desde mucho antes de que existieran fronteras, y muchos ven con perplejidad –e incluso con recelo– estos proyectos titánicos concebidos desde Moscú o Pekín, tan alejados de su realidad cotidiana. Para ellos, el túnel no representaría una nueva oportunidad económica, sino una amenaza ecológica y cultural sobre un territorio que aún conserva una frágil continuidad con el pasado. Quizás es aquí, en este contraste entre el vacío geográfico y la densidad humana del territorio, donde el proyecto revela su verdadero sentido: no unir continentes, sino construir un relato.
La propuesta, sin embargo, no quedó en un comunicado cerrado. Dimitriév organizó un concurso creativo para idear cómo sería la conexión, con jurado y premios que incluían viajes al Extremo Oriente ruso o a Alaska y la posibilidad de ser “los primeros” en cruzar el túnel, un premio que a estas alturas es más simbólico que real. La maniobra sirvió para crear un espectáculo mediático e implicar a ciudadanos en una narrativa de grandes obras que recuerda los mitos soviéticos de un pasado donde la tecnología y el proyecto político lo resolvían todo.
No es la primera vez que la idea de un puente o túnel entre Rusia y América del Norte aparece en la imaginación colectiva: desde la literatura de principios del siglo XX hasta novelas de ciencia ficción soviéticas, el tema ha reaparecido como metáfora de ambición y utopía. El propio Dmitriev justificó la propuesta remontándose a ideales históricos, pero la recepción actual –entre la sorna y el escepticismo– ha puesto de relieve la diferencia entre el sueño y la factibilidad técnica y económica.
¿Un instrumento simbólico?
La reacción internacional también fue diversa. En la mesa pública, Trump, preguntado por una periodista, respondió “Interesting” y pidió la opinión del presidente Zelenski, una anécdota que la prensa rusa explotó para titular que Trump apoyaba la idea, mientras que una parte de la narrativa occidental la interpretó como mera curiosidad retórica. Por su parte, observadores independientes han visto en la propuesta una estrategia propagandística: ofrecer una visión de avance y cooperación mientras la realidad diplomática y militar continúa marcada por tensiones y sanciones.
En última instancia, el “Trump-Putin Tunnel” funciona más como instrumento simbólico que como proyecto de infraestructura plausible. Es una pieza narrativa que combina megalomanía, historia literaria y necesidad de propaganda, y que subraya una constante: cuando los líderes hacen banderas con proyectos titánicos, a menudo el objetivo real es modelar percepciones, no construir puentes. Y mientras tanto, la geografía y la economía continúan recordándonos que no todos los sueños de acero y hormigón son, ni de lejos, sostenibles.