Angela Merkel se tragó uno de los sapos más desagradables de su carrera política este domingo 4 en la vacía y fantasmagórica ciudad de Hangzhou, en el Sur de China. Por primera vez desde la existencia de la República Federal Alemana, su centroderecha, la CDU, era superado en el segundo lugar por la extrema derecha AfD en las elecciones regionales de su land natal, el impronunciable Mecklenburgo-Antepomerania. Estos resultados tienen consecuencias que merecen verse con calma. Alguna cosa apesta en Alemania. Y en Europa. La AfD en Alemania, el UKIP en el Reino Unido, M5S en Italia, en Hungría y Polonia ya gobierna el populismo nacionalista...

En 2017 todo puede acabar en un cafarnaúm: coinciden elecciones generales en Alemania y Francia, donde justamente crece uno de los populismos más tóxicos para el proyecto de la Unión Europea (UE): el Frente Nacional (FN) que preside Marine Le Pen. En resumen, 2017 es Merkel contra Le Pen con Europa de rehén.

Durante décadas, la UE ha sido impulsada por el motor franco-alemán. El abrazo de Verdun de 1984. La mítica imagen de François Miterrand y Helmut Kohl tomándose la mano para recordar los casi setecientos mil muertos de la batalla más mortífera de la Primera Guerra Mundial. Al motor, sin embargo, se le agota el combustible. La pareja no encuentra ni la música ni los pasos para bailar juntos. Francia es el enfermo europeo de lo que casi nadie habla: debilidad económica, terrorismo islamista y progresiva irrelevancia de la cultura francófona en el mundo. El poco impulso que le queda a la política europea proviene de Angela Merkel, que hace lo que puede. A menudo criticada por sus políticas en la zona euro y sus salvajes consecuencias sobre la vida de millones de europeos, Merkel no afloja en su política hacia los refugiados. Alemania ha acogido unos ochocientos mil mientras que España, por poner una comparación, no llega a la veintena. Con respecto a su socio del Sur, la canciller también ha sido más que generosa. En varias ocasiones ha dado oxígeno financiero al gobierno socialista francés y ha hecho lo imposible para proteger a los inquilinos de los palacios de Matignon y del Elíseo de la furia de la Comisión Europea por no respetar los objetivos de déficit.

François Mitterrand y Helmut Kohl en Verdún, 1984. Foto: Bundesarchiv.

Merkel ya hace días que sabe que uno de los retos más peligrosos para Alemania está al otrro lado del Rhin. La estrategia anti-Le Pen de la canciller ha sido en gran medida discreta, pero insistente. Hasta hace poco, todo se hacía en los pasillos del poder. El pasado mes de mayo, sin embargo, Merkel arrinconó la prudencia en su intervención en el Liceo Francés de Berlín. En una declaración inusualmente contundente, dijo que haría todo lo posible para asegurar desde el exterior "la fortaleza de las fuerzas políticas francesas con respecto al Frente Nacional". Los partidarios de Le Pen la acusaron inmediatamente de las siete plagas de Egipto pero Merkel sabía qué se decía. Tiene identificada la dinámica de los populistas por toda Europa. Sabe que si el FN se sale conla suya en París puede desencadenar una oleada de gobiernos europeos inverosímiles y, todavía peor en política, imprevisibles. Todos los analistas conectan el ascenso de Le Pen con el aumento de la extrema derecha alemana. Las elecciones regionales de este último fin de semana son un peldaño más en esta narrativa.

Angela Merkel y Marine Le Pen no se conocen personalmente. Tampoco han encontrado motivo para hacerlo. El año pasado se sentaron una cerca de la otra en el Parlamento Europeo. Merkel, con un gesto hierático de menosprecio nunca cruzó su mirada con la francesa. Aquel día, Le Pen tiró sus dardos contra el presidente François Hollande, a quien describió como uno melifluo "vice-canciller de Alemania". De paso, como quien no quiere la cosa, denunció el populismo en la política. Ella es así. Puede decir una cosa y la contraria sin que se le despeinen las mechas.

Ambas tienen una y sólo una cosa en común: la solidez de sus convicciones políticas. Merkel quiere salvar el proyecto europeo. Le Pen está firmemente alineada con las fuerzas que quieren desmantelarlo (dijo recientemente a la CNN que Francia se había convertido en una "provincia" de la UE). Merkel alimenta el vínculo transatlántico. Le Pen admira la Rusia autoritaria de Putin, de la cual recibe sustanciosas ayudas financieras, y su partido se encuentra en el coro de las redes pro-Kremlin de Europa.

Merkel ha dicho que hará todo el posible para asegurar desde el exterior "la fortaleza de las fuerzas políticas francesas respecto al Frente Nacional"

La ideología de Le Pen se basa en una visión de la historia de Francia donde se mezclan Juana De Arco, el tradicionalismo nacionalista de Charles Maurras y el racismo colonial. Para Merkel, hija de un pastor protestante del antiguo satélite soviético denominado República Democrática Alemana, las libertades individuales son valores primordiales. Le Pen presume de modernez por el hecho, del todo irrelevante, de estar divorciada y fumar, con pretensiones de musa intelectual de la Rive Gauche parisina. El estilo personal de Merkel es inexistente y huye de cualquier referencia simbólica a la feminidad. Haciendo un esfuerzo de memoria considerable se puede recordar un escote memorable desde que es canciller, el año 2005.

Todavía es pronto para saber si ambas mujeres se encontrarán a partir del 2017 en la sala de máquinas europeas, si será Le Pen quien triunfe o si Merkel conseguirá frenar el impulso del populismo alemán, del que se sabe que cuando toma altura es devastador. El motor europeo, agónico y oxidado, necesita una nueva inyección de ideas, una revitalización de los valores sobre los que fue fundado y, por qué no decirlo, de ilusión. Las previsiones no son buenas. Todos hacemos ver que el triunfo de la extrema derecha en Francia "no "pasará". Que los franceses harán un ejercicio de responsabilidad. Pero el goteo de resultados electorales no dice eso. De momento son locales y regionales, sin embargo, si no se hace nada, pueden pasar a ser nacionales. La realidad es tozuda aunque le volvemos la espalda. En Europa, los tiempos no entienden ni de lírica, ni de abrazos fraternales.