En los paisajes blancos del Ártico, donde el horizonte parece fundirse con el cielo y el viento corta la piel como una hoja invisible, los gestos pequeños adquieren una importancia enorme. El silencio pesa tanto como la nieve acumulada durante siglos, y la vida transcurre a un ritmo lento, atento, casi ritual. Cuando el cuerpo queda protegido por capas de pieles gruesas y la mayor parte del rostro desaparece bajo capuchas y bufandas, solo quedan visibles los ojos… y la nariz. No es extraño, pues, que sea justo aquí, en este punto frágil y expuesto, donde nazca una de las muestras de afecto más delicadas y malentendidas del mundo: el kunik, conocido popularmente –y no del todo correctamente– como el beso esquimal.
Para los inuits –un pueblo indígena del Ártico que habita en Groenlandia, Canadá, Alaska y Siberia–, el kunik no es un beso en el sentido romántico occidental. Es una manera de reconocer al otro, de acercarse sin palabras, de decir “eres mío” o “eres parte de mí”. El gesto es sencillo, pero cargado de significado: la nariz y el labio superior se presionan suavemente contra la mejilla, la frente o el cabello de una persona querida, y se hace una pequeña inhalación. No es tanto un contacto como una percepción: sentir el olor, la presencia, la esencia del otro.
Este gesto se utiliza sobre todo entre familiares cercanos, especialmente entre madres e hijos. Es un acto de ternura cotidiana, no un ritual ceremonioso ni una demostración pública. En un entorno donde la vida depende del grupo y la proximidad es clave para sobrevivir, el kunik refuerza los vínculos invisibles que mantienen unida a la comunidad. Es un abrazo concentrado en un solo punto del rostro.
La huella del hombre occidental
Cuando los exploradores europeos llegaron al Ártico, observaron esta costumbre con ojos ajenos. La interpretaron a través de sus propias categorías culturales y la bautizaron como “beso esquimal”, imaginando una adaptación romántica al frío extremo. Pero esta lectura dice más sobre la mirada occidental que sobre la práctica inuit. El kunik no nace del frío, sino de la intimidad; no es una solución práctica, sino una expresión emocional.
Con el paso del tiempo, la imagen del “beso esquimal” se popularizó, simplificada y a menudo caricaturizada: dos narices frotándose frontalmente, como si fuera un juego. Esta versión amable y un poco cómica ha recorrido el mundo, apareciendo en películas, anuncios y postales. Pero en este viaje se ha ido perdiendo la sutileza original, el silencio y la profundidad del gesto real.
Eskimo vs. kunik
También hay que decir que el término “esquimal” es hoy cuestionado por muchas comunidades indígenas, que lo consideran impuesto y poco respetuoso. Hablar de kunik es, por tanto, una manera no solo de ser más preciso, sino también más consciente. El kunik nos recuerda que no todas las culturas aman de la misma manera, ni necesitan grandes gestos para decir cosas importantes. A veces, acercar la nariz, cerrar los ojos y respirar al otro es suficiente. En medio del hielo, este pequeño gesto contiene un calor antiguo: el de sentirse reconocido, aunque el mundo sea inmenso y blanco.
