El leave ganó el viernes el referéndum y ha dado paso al Brexit, el proceso de renegociación de los tratados para que el Reino Unido (RU) abandone la Unión Europea (UE). La reacción en el continente ha sido de perplejidad, como demuestran las reacciones de los mercados a una simple votación democrática. La realidad, sin embargo, es que las encuestas ya daban al leave buenas opciones de ganar, al contrario que los mercados y casas de apuestas.

¿Qué ha pasado? Dos claves son esenciales para entender el resultado:

A) El Partido Conservador. Aunque el Primer Ministro ha defendido el remain, como también la élite del partido, sus cuadros intermedios se sublevaron meses atrás. El resultado es que, a pie de calle, los tories deshacían todos los argumentos que David Cameron propagaba a través de los medios. Eso explica que un 67% de los Conservadores haya votado contra el político que escogieron hace apenas unos meses de forma abrumadora.

B) El nivel educativo. El RU es un país con un nivel educativo bastante elevado, al menos comparado con el estándar catalán. Eso tiene una implicación nada banal: las sociedades con buena educación son difícilmente intoxicables y las campañas del miedo tienen un recorrido limitado en su seno, independientemente de a quién se dirijan.

A pie de calle, los tories deshacían todos los argumentos que David Cameron propagaba a través de los medios

La consecuencia de estas dos claves es que el leave siempre ha tenido muchas posibilidades de ganar, al contrario de lo que nos ha querido vender la prensa del Reino.

Eso nos obliga a querer entender. ¿Qué está pasando en Europa?

Los economistas sabemos hace años que el comercio internacional y la globalización tienen efectos positivos para todo el mundo a largo plazo. En el corto plazo, en cambio, es obligado que haya ganadores y perdedores. Los movimientos que han surgido en Europa –UKIP, Podemos, Le Pen, Syriza o la ultraderecha austríaca– se explican por el abandono sistemático y reiterado de los perdedores del comercio internacional desde los sistemas políticos occidentales del Primer Mundo.

Los movimientos independentistas en Catalunya y Escocia, lejos de las posiciones xenófobas y proteccionistas del resto de fuerzas citadas, también responden al abandono sistemático y reiterado que el RU y España han hecho de aquellos territorios.

Si vamos al núcleo de la cuestión, este abandono genera dos efectos parecidos.

Por una parte, la centralización del poder regulatorio desde los Estados hacia la Unión Europea ha provocado una fuerte sensación de abandono entre los perdedores de la crisis de estos Estados (Grecia, Reino Unido, España, Francia, Italia), que se ha traducido en una reivindicación de patriotismo (los perdedores quieren recuperar el control de su vida) y de rechazo al TTIP y al comercio (si tengo que perder siempre… entonces basta de comercio).

Por otra, Catalunya y Escocia han sufrido este desamparo en sentido inverso. La centralización del poder regulatorio en política monetaria y fiscal de Reino Unido/España ha provocado que aquellos dos territorios se hayan convertido en dos perdedores estructurales dentro de sus Estados y, lógicamente, han emergido con fuerza en su seno dos procesos de secesión que reclaman su derecho legítimo a la defensa de los propios intereses para encarar tanto la globalización como las perversiones de una política fiscal centralizada.

La centralización regulatoria en política monetaria y fiscal provoca que Catalunya y Escocia sean dos perdedores estructurales dentro de sus Estados

Analicemos Catalunya. A menudo se habla, incorrectamente, de que los Juegos Olímpicos de Barcelona'92 fueron el catalizador de Catalunya como potencia mundial turística. Propaganda de bajos vuelos. Si nos situamos en el periodo 1988-1993 obtendremos las respuestas correctas. Carlos Solchaga (PSOE) era el Ministro de Economía. Su política económica fue terrorífica para un territorio industrial como Catalunya. Por una parte situó los tipos de interés al 15%, provocando el cierre de miles de empresas industriales catalanas. Tipos tan altos atrajeron toneladas de capital foráneo pero, inexplicablemente, los déficits públicos gigantes que Solchaga generó evitaron que ese capital se destinara a la creación de empresas. La consecuencia fue la sustitución del sector privado por el sector público. Allí donde había industria, alto valor añadido y salarios altos, emergió empresa pública, altamente ineficiente y con salarios precarios.

Además, el sector público fue intensivo en construcción, hecho que acabó en 1993 con una crisis bancaria en el Estado, una burbuja inmobiliaria y la desindustrialización de Catalunya. El Valor Añadido Bruto industrial pasó en sólo cuatro años de un 34% a un 26% del PIB, un impacto muy superior al resto del Estado (3,5%) y de Europa (2%).

Todo este capital liberado por la industria catalana se movió hacia el turismo. El motivo es simple: la política monetaria centralizada casi no tiene ningún efecto sobre el turismo pero tiene un impacto gigante sobre la industria, mucho más intensiva en crédito bancario y gestión de inventarios. Esta sangría desindustrializadora catalana contrasta con la situación de Euskadi, mucho menos afectada gracias al concierto económico, que les permite hacer política fiscal propia y defenderse de Madrid y de la globalización.

La lección es que los Estados centralistas –y la UE lo es– crean ganadores y perdedores. Hacer política monetaria y fiscal común para territorios diferentes obliga a que los perdedores queden desamparados y sin posibilidad de defenderse. De hecho, eso explica que las potencias industriales del mundo libre (EE.UU., Alemania y Suiza) sean Estados federales, compuestos por regiones con soberanía fiscal y regulatoria, con sistemas legales propios y, en el caso de los EE.UU. y de Alemania, con mini bancos centrales propios. Las regiones de estos países conservan la industria porque tienen herramientas para defenderse y eso dificulta que aparezcan movimientos políticos tan fuertes como Le Pen o Podemos, que crecen sobre los perjudicados por las crisis, o que algunos territorios piensen en la independencia como alternativa.

Las potencias industriales del mundo libre (EE.UU., Alemania y Suiza) son Estados federales con regiones que disponen de soberanía fiscal y regulatoria.

Y eso nos permite ir al fondo de la cuestión. La UE centralista genera muchos perdedores. Los Estados centralistas generan muchos perdedores.

El Brexit pone negro sobre blanco todas las contradicciones del centralismo británico. La democracia ha permitido que veamos el contraste entre Irlanda y Escocia respecto de Gales e Inglaterra. Asistimos a la implosión de los Estados centralistas. Ahora es el Reino Unido, pero pronto les tocará el turno a España y a Francia. También a la UE.

Los perdedores del comercio y de la globalización reclaman a gritos su derecho legítimo a disponer de herramientas propias que les permitan defenderse de las inclemencias macroeconómicas globales. Tenemos dos opciones: negar la importancia de las clases populares –y regalar millones de votos a Le Pen, Tsipras, Iglesias o Farage– o diseñar una Europa y unos Estados con el poder repartido como Suiza, Alemania o los EE.UU. Las clases populares tienen que poder defenderse porque unas clases populares miserables son una barrera decisiva que impedirá el progreso de aquellos países.

"Más Europa" dicen políticos y tertulianos. Lo que no ven, sin embargo, es que más Europa como la actual significa más miseria, más pobreza y más perdedores. No, más Europa no es la solución. Otra Europa, la Europa del poder compartido, la Europa de las regiones, la Europa basada en la estructura territorial de Suiza o de Alemania es la única vía para salvar a las clases populares de lo que viene.

Porque lo que viene, señoras y señores, es la desaparición del Reino Unido, de España y de Francia. El centralismo está muerto. No va más. Construir más Europa bajo un prisma centralista está condenado a un fracaso de proporciones bíblicas.

Bibliografía

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