La flema de Fleming

El efecto mejora si acompañan mentalmente la recreación de la escena con la música del «James Bond Theme», la canción que compuso Monty Norman para la secuencia del cañón de la pistola que apunta al cinematográfico espía «007», con su distintivo riff de guitarra surfera sobre los arreglos jazzísticos de John Barry. Un grupo de hombres de la AOME (Agrupación de Operaciones y Misiones Especiales) del CESID (la agencia de inteligencia española antecesora del CNI), elegantemente trajeados de negro y pajarita, entran a comer, un buen día de finales de los años setenta, en un reservado del restaurante El Bodegón, sito junto a la calle de Serrano, una de los más lujosas de la Villa y Corte. Una vez en la mesa, flemáticos como los mejores agentes secretos de Su Majestad, piden los platos más caros de la carta (hoy paga el Reino) y esperan a que el maître desaparezca para ponerse manos a la obra: uno de ellos se desliza bajo la mesa y, en la intimidad del mantel, saca sus herramientas y sustituye un listón de madera por otro idéntico que contiene un pequeño micrófono en su interior. El resto de superagentes, mientras tanto, gritan, ríen, brindan haciendo todo alboroto que pueden para disimular el ruido del agente supercarpintero. Una vez terminado el trabajo, recuperan la flema británica y charlan tranquilamente, como si de una comida de negocios se tratara, hasta que, antes de que lleguen los postres, otros compañeros, ubicados en un apartamento próximo, les confirman que la conversación se escucha con nitidez. La gourmanda maniobra se repitió en otros comedores elitistas de Madrid y Barcelona, y arrancando así la bautizada «Operación Tenedor», orquestada por José Luís Cortina, el intrigante jefe de la AOME y hombre clave del espionaje patrio, a fin de escuchar las conspiraciones de empresarios, políticos, abogados y otros comensales potencialmente golpistas mientras estos relajaban los esfínteres del alma entre plato y plato. Esta operación de espionaje político en restaurantes, de jamesbondiano nombre en clave, se ejecutó, como mínimo, en el transcurso de los cinco primeros años de vida del servicio español de espionaje, unificado después de la muerte de Franco por el teniente general Gutiérrez Mellado, ministro de Defensa del primer gobierno de Adolfo Suárez. El episodio, junto a otros vericuetos del Estado desde el inicio de la Transición, lo recoge Fernando Rueda, periodista especializado en espionaje, en el reciente Al servicio de su majestad: La familia real y los espías. 50 años de conspiraciones, manipulaciones y ocultamientos (La Esfera de los Libros, 2021), y también en un anterior libro suyo de la misma editorial: Las alcantarillas del poder (2011).

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Hervé Villechaize/Nick Nak: el hombre de la pistola de oro.

La celebridad de Hervé Villechaize creció simultáneamente a su ego: se construyó la piscina más grande de Hollywood, se rodeó de mujeres despampanantes, dilapidó una fortuna en fiestas e hizo frente a las dificultades de una vida con 117 cm de altura comiendo, bebiendo y follando todo lo que pudo, y más.

Un enano español se suicida en Las Vegas

En la historia del cine, la pintura y la literatura española (también de la política, como veremos) los enanos siempre han convocado el lado marginal, esperpéntico y picaresco de la España negra, desde los enanos de Velázquez a los que acompañaban a «El bombero torero» del toreo bufo. Los lectores y las lectoras simpatizantes de este articulista, ya deben de haber detectado el gusto de un servidor por los títulos ampulosos; y las personas coinesseurs de la obra del añorado escritor barcelonés Francisco Casavella (1963-2008) no se les habrá escapado la apropiación del título de su tercera novela que encabeza el párrafo. Un enano español se suicida en Las Vegas (Anagrama, 1997) es una historia llena de giros sorprendentes y mecanismos cinematográficos, erigida sobre un subtexto de mentiras, ficciones y falacias. Narra las trepidantes aventuras de dos hermanos en el bajo mundo barcelonés, reservados dudosos (como los de El Bodeguín, pero de baja estofa) y tugurios, bajo la invocación de Chester Winchester, un supuesto enano español que se suicidó en Las Vegas después de conseguir un imposible en la mítica del jugador de azar. Pero el enano de quien les quiero hablar hoy no se suicidó en la capital del juego, sino que se pegó un tiro en la cabeza en su mansión de Hollywood, después de llegar a ser «el enano más famoso del mundo». Tampoco era español, sino francés. Aun así, en nuestro país, se hizo famoso por imitar al presidente español. Hervé Villechaize es uno de los malos más recordados de 007, Nick Nack, el enano con bombín que se lía a botellazos con Roger Moore en El hombre de la pistola de oro (Guy Hamilton, 1974). Roger Moore, el James Bond de turno, reveló después que Hervé era un «maníaco sexual con un apetito anormal por las mujeres». Ya sabemos, pues, quién era el verdadero hombre de la pistola de oro (disculpen). Unos años después, le dieron el papel de Tatoo en la muy popular serie de televisión norteamericana Fantasy Island (1978-1984), en dónde compartía protagonismo con el galán mexicano Ricardo Montalbán. Su celebridad creció simultáneamente a su ego: se construyó la piscina más grande de Hollywood, se rodeó de mujeres despampanantes, dilapidó una fortuna en fiestas e hizo frente a las dificultades de una vida con 117 cm de altura comiendo, bebiendo y follando todo lo que pudo, y más... Hasta que le dio por paralizar el rodaje de la serie para exigir el mismo sueldo que Montalbán y le despidieron. A partir de entonces, su condición, sumada a su carácter y excesos orgiásticos, no le facilitaron el conseguir mejores papeles que este autoparódico anuncio de Dunkin Donuts Mini. En el año 1993, totalmente arruinado, decidió poner fin a su vida, no sin antes dejar constancia de sus claroscuros en una cena-entrevista-testamento-juerga-de-tres-días que Sacha Gervasi, el joven periodista que le acompañó, transformó en el recomendable biopic de HBO My Dinner with Hervé (2018). Antes de esto, sin embargo, el enano suicida apareció en Televisión Española, una noche de marzo de 1988, imitando al entonces presidente del gobierno socialista, con quien compartía un parecido asombroso. El programa se llamaba Viaje con nosotros y, en él, Javier Gurruchaga parodiaba a la periodista Victoria Prego, mientras Hervé Villechaize hacía lo propio con Felipe González, pero hablando en francés y con un puro Cohiba en la boca. Sobre el escritorio del minipresidente, una fotografía de Alfonso Guerra y otra de Margaret Thatcher. La charlotada fue, quizás, la primera caricatura política jamás emitida en la tele española.

Sean Connery se hizo famoso interpretando al símbolo británico por excelencia, a pesar de ser un ferviente defensor de la independencia de Escocia, y no precisamente uno de los que escondía su opinión política en las entrevistas. Todo lo contrario. Sería, para entendernos, como si Joel Joan interpretara un remake de El Cid o protagonizara el biopic de Albert Boadella.

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Sean Connery bromea con Charles Russhon, asesor militar de muchas películas de James Bond y amante de los helados de vainilla. Foto: Christian Russhon

De El Bodegón a «la bodeguilla»

«El Estado de derecho también se defiende en las alcantarillas» es una de las perlas más recordadas de quién fuera el primer presidente socialista del gobierno español, Felipe González, así como pasó a la posteridad su habilidad para mover los hilos de los fontaneros que arreglaban las cañerías del sistema durante su largo mandato. Explica Julio González de Buitrago, jefe de cocina del Palacio de la Moncloa por más de treinta años, en su libro de memorias gastronómicas de la democracia La cocina de la Moncloa (Espasa, 2014), que el presidente socialista se hizo construir, en un semisótano del palacio, una estancia a la cual denominaba «la bodeguilla» y allí, entre azulejos andaluces, invitaba a los políticos, intelectuales y artistas de la época, a los que ofrecía vino, angulas, almejas, cocochas o bacalao guisado con patatas, porque el Estado de derecho también se defiende en los semisótanos. Y retomando el hilo del libro que les citaba al comienzo, Las alcantarillas del poder, donde el autor nos relata como la génesis del espionaje político tuvo lugar en los restaurantes —hecho que señala la eventual relación entre la toma de decisiones políticas y la oportunidad de un menú acertado—, además de otras crónicas verídicas que retratan la subrepticia vida, más o menos cotidiana, de los miembros de los servicios de inteligencia españoles al margen del signo político del gobierno a quien prestan servicio (relaciones con la CIA, espionajes ilegales, el 23-F, los GAL, Bárbara Rey, el Lobo, el ECHELON español, asesinatos, chantajes y los atentados del 11-M...), volvamos a las películas de Bond, James Bond, el agente ficticio nacido de la pluma de Ian Fleming. Aunque el malvado Nick Nack/Felipe González se enfrentara a Roger Moore en el papel del agente con licencia para matar, el Bond favorito de este articulista (cada cual tiene el suyo) es Sean Connery. El actor escocés, como ya deben saber, se hizo famoso interpretando al símbolo británico por excelencia, a pesar de ser un ferviente defensor de la independencia de Escocia, y no precisamente uno de los que escondía su opinión política en las entrevistas. Todo lo contrario. Sería, para entendernos, como si Joel Joan interpretara un remake de El Cid o protagonizara el biopic de Albert Boadella. Quizás fue esto lo que aborreciera al personaje que le dio la fama, hasta el punto de llegar a manifestar que «Siempre he odiado al maldito James Bond. ¡Si fuera por mí, le hubiera matado!». Y lo intentó. Después del rodaje de Solo se vive dos veces (Lewis Gilbert, 1967), Connery anunció que no interpretaría «nunca más» al espía inglés y anglófilo. Después del paréntesis de 007 al servicio secreto de Su Majestad (Peter Hunt, 1969) donde el protagonismo recayó en el actor australiano George Lazenby —apodado «El Breve» por los jamesbondófilos—, a regañadientes, pero con el sueldo más alto hasta el momento, el actor aceptó interpretar al personaje una vez más en Nunca digas nunca jamás (Irvin Kershner, 1983), una versión, fuera de serie y con rechifla en el título, de Operación Trueno (Terence Young, 1965). Quién sabe si la «Operación Tenedor» (José Luís Cortina, 1977-1981) fue también un remake castizo y real de esta película, primera entrega de una colección de episodios de espionaje donde los superespías ya no son independentistas, como Sean Connery, sino todo lo contrario. En cualquier caso, da pena comprobar que el elegante traje negro y pajarita, el Martini agitado, no revuelto, los cigarros y, sobre todo, las espléndidas comidas en las mesas más selectas donde espiaban los mejores agentes de antaño, se hayan sustituido por burdos programas informáticos creados para espiar los teléfonos móviles de la disidencia. La ministra de Política Territorial y portavoz del Ejecutivo, Isabel Rodríguez, ha declarado que «aquí nunca se espía sin orden judicial». Nunca digas nunca jamás.