Tal día como hoy del año 1700, hace 325 años, en Madrid, se hacía público el testamento que Carlos II, último rey de la estirpe Habsburgo hispánica. Había otorgado a favor de su sobrino francés Felipe de Borbón, futuro Felipe V. Carlos II, que después de dos matrimonios no había logrado engendrar descendencia, otorgaría testamento para resolver la cuestión sucesoria al trono hispánico. En ese testamento dijo "en caso de que Dios me lleve sin dejar hijos —como así acabaría siendo—, declaro mi sucesor al duque de Anjou (Felipe de Borbón) hijo segundo del Delfín (el primogénito y teórico sucesor de Luis XIV de Francia)".
Carlos II no había tenido descendencia porque estaba afectado por importantes déficits congénitos —físicos e intelectuales— que no habían sido un impedimento para coronarlo, pero que serían lo suficientemente evidentes como para llamar la atención de todas las cancillerías de Europa. Un nuncio papal destacado en Madrid dijo de él: “El rey (…) no puede enderezar su cuerpo cuando camina, a menos que se apoye en una pared, mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente (…) Normalmente, tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, semblante estupefacto. Se puede hacer con él lo que se quiera, pues carece de voluntad propia”.
Por este motivo, el testamento de Carlos II fue muy polémico. Enseguida, las cancillerías europeas se preguntaron cómo era posible que un hombre como Carlos II, que por motivos de salud ya era un auténtico desecho humano, hubiera firmado aquel testamento con un trazo firme, propio de una persona sana y vigorosa. Y se preguntaron, también, cómo era posible que a una persona con toda esa batería de déficits y en un estado de debilidad extrema, se le hubiera permitido un acto tan trascendente. Y todas las miradas se dirigieron hacia el cardenal Portocarrero, primer ministro hispánico y jefe del partido cortesano profrancés, y se le acusó de la falsificación del testamento.