Tal día como hoy del año 1836, hace 184 años, en plena Primera Guerra Carlista (1833-1840), el Gobierno presidido por el liberal Francisco Javier de Istúriz, decretaba la supresión de los diezmos eclesiásticos, un tributo de origen medieval que la Iglesia había estado cobrando a los campesinos de sus dominios señoriales y feudales durante siete siglos. Con la supresión del diezmo, se ponía fin al último tributo que cobraba la Iglesia. El diezmo no era un tributo uniforme, sino que se aplicaba con unos tipos impositivos diferenciados, en función de pactos territoriales o locales entre la Iglesia y el campesinado (hasta la Revolución Industrial, el sector económico mayoritario). Aquella carga impositiva no desapareció, sino que fue transformada, uniformada y adjudicada al estado español.

En Catalunya, la desaparición del diezmo se hizo sentir, por ejemplo, en los antiguos dominios de la orden de los caballeros de Sant Joan de l'Hospital (pedidos de Horta de Sant Joan, de l'Espluga de Francolí, de Gardeny, de Barbens o de Vallfogona de Riucorb). Allí, los hospitaleros conservaban el privilegio de ejercer como recaudador único (que después liquidaba, en parte, a la hacienda real). En aquellos territorios la tributación que se aplicaba era de un 11% sobre la producción de cereales (trigo, mijo, cebada, avena); un 17% sobre la producción de legumbres (habas, judías, almortas), y, también, sobre la producción de plantas industriales (cáñamo, lino, mimbres, uva, azafrán); y de un 21% sobre la producción de carne (cordero, cerdo, pollo).

Aquella medida se dictó, únicamente, con el propósito de eliminar al recaudador-intermediario, y no significó ningún beneficio para el contribuyente. Más todavía, mientras el estamento eclesiástico había mantenido invariables los tipos impositivos durante siglos (e incluso había condonado la tributación en caso de guerra, peste o mala añada), el estado español —con el pretexto de la guerra civil carlista— se entregó a una escalada tributaria que provocaría la ruina inmediata de una buena parte del campo catalán. Contra lo que pretendían los gobiernos liberales españoles (evitar que la recaudación de la Iglesia cayera en manos de los carlistas), la ruina del campo catalán provocó una oleada gigantesca de indignación que inclinaría el campesinado (tanto el rico como el pobre) hacia la causa carlista.