Tal día como hoy del año 1660, hace 362 años, se firmaba el Tratado de Llívia, que era la segunda parte del Tratado de los Pirineos (7 de noviembre de 1659). En el primer tratado, la monarquía hispánica debía entregar el condado del Rosellón a la monarquía francesa, a cambio de la paz de un conflicto iniciado por la cancillería de Madrid (1635-1659). La cesión del Rosellón se perpetró en condiciones de ilegalidad: la monarquía hispánica, representada por el rey Felipe IV, no podía empeñar ni alienar ningún territorio catalán sin la autorización de las Cortes catalanas. Esta prerrogativa era una de las cláusulas de las Constituciones de Catalunya que Felipe IV y todos sus antepasados habían jurado para ser nombrados condes de Barcelona.

En un principio, la cancillería de París no tenía ningún interés por los territorios catalanes situados al norte de los Pirineos. La prioridad de Luis XIV y Mazzarino eran los Países Bajos hispánicos (la actual Bélgica); pero la insistencia de Madrid, y el hecho de obtener algunas plazas importantes en Flandes en la primera ronda negociadora, les hizo cambiar de opinión: valoraron positivamente la posibilidad de obtener una balconada territorial sobre la península Ibérica. Pasado un tiempo activaron la segunda parte del plan: la reapertura del Tratado. En esta nueva negociación, los franceses reclamaron la plana de la Alta Cerdanya (entre Montlluís y la Guingueta d'Ix) reivindicando los pretendidos viejos límites romanos que separaban las regiones de la Galia e Hispania.

Los negociadores hispánicos no investigaron el trazado de aquellos límites. Con la entrega de la Alta Cerdanya, los hispánicos cedían una parte de la península Ibérica (la cabecera del río Segre y, por lo tanto, territorio de la cuenca hidrográfica del Ebro). En una demostración palmaria de indigencia intelectual o de mala fe política, nunca supieron que, en la época romana, el territorio en torno a Llívia (que sería la única plaza de la Alta Cerdanya que se quedaría en el Principat), era un distrito de la Tarraconense. Los negociadores hispánicos siempre mantuvieron el gobierno de Catalunya al margen; y nadie del equipo hispánico tenía el más mínimo conocimiento de la realidad física (no hay que decir política, histórica y cultural) del territorio que tenían sobre la mesa de negociación.