Tal día como hoy del año 1610, hace 415 años, en París (en la plaza de la Grêve), el bourreau (verdugo) de París ejecutaba a François Ravaillac, conocido en su entorno familiar y social como el gigante Ravaillac. Se le llamaba gigante por su extraordinaria talla: medía dos metros y pesaba más de cien kilos. Ravaillac, de profesión maestro de niños, había sido juzgado y condenado por el asesinato del rey Enrique IV. Trece días antes (14 de mayo), el gigante Ravaillac había parado el carruaje real cerca de la basílica de Saint-Denis y muy sospechosamente, sin ninguna oposición de la guardia real, se había introducido en el interior de la berlina y había apuñalado mortalmente a Enrique IV.
Enrique de Borbón, que reinaba como Enrique IV, había llegado al trono de Francia en 1589 durante la fase final de las mal llamadas guerras de religión (1562-1598), un conflicto civil que enfrentaría —en dos bloques rivales— las casas nobiliarias más poderosas del país para dirimir el relevo de la decrépita familia real Valois. Enrique de Borbón, jefe de uno de los partidos —el protestante o calvinista—, había liderado operaciones militares de castigo contra comunidades católicas del valle del Garona. Por ejemplo, en 1569 —con tan solo dieciséis años— había dirigido al ejército que masacró a 4.000 católicos en Tarba, en el barrio del Cranc.
El Borbón había sido coronado (París, 1589) en un clima de difícil equilibrio. Había renunciado a su confesión calvinista y había proclamado la frase que lo haría pasar a la historia: "Paris vaut bien une messe ('París bien vale una misa'). Pero también había firmado un edicto (Nantes, 1598) que proclamaba la libertad de culto en Francia. No obstante, cuando el gigante Ravaillac fue detenido, la policía y los jueces franceses sospecharon que había actuado por orden de una potencia extranjera, principalmente la ultracatólica monarquía hispánica. Por el contrario, Ravaillac siempre mantuvo que había actuado solo y para vengar el asesinato de miles de católicos.
Durante la ejecución, que concentró a un gran público, con un hierro ardiente le quemaron el pecho, las caderas y las piernas. Y le quemaron con azufre ardiente la mano con la que había apuñalado a Enrique IV. También le vertieron plomo fundido en las heridas abiertas por las quemaduras. Y acto seguido fue atado de pies y manos a cuatro caballos y lo rompieron.