De entre las muchas virtudes de Mário Soares había una que era de admirar: la manera que tenía de escuchar a sus interlocutores. Político de una formación casi enciclopédica, con Soares siempre se aprendía, aunque uno no podía sino abandonar la reunión pensando que había hablado demasiado y que no había aprovechado lo suficiente para saber más cosas de sus tres grandes carpetas: el socialismo, Portugal y Europa. Porque Soares lo había vivido todo: el exilio en París, la jefatura de gobierno, la presidencia de la República, ser eurodiputado en Estrasburgo y también dolorosas derrotas electorales, como la que sufrió en las presidenciales del 2006 frente al conservador Aníbal Cavaco Silva y que marcó ya su irreversible ocaso político.

No así su presencia pública, que mantuvo en artículos y entrevistas, muchas veces polémicos ya que cuando quería Soares era una pluma afilada. Como cuando se quejó en el diario portugués Público del maltrato que daba el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, a las reivindicaciones de los catalanes. Por cierto, unas declaraciones que no gustaron nada en el Palacio de la Moncloa ni en el Ministerio de Exteriores, más obsesionados con apagar cualquier voz de apoyo a las reclamaciones catalanas que dedicados a la solución del problema. Para los catalanes era relativamente fácil acceder al Palacio de Belém en los diez años que Soares fue presidente de la República o al Palacio de São Bento en los dos mandatos que tuvo en los años 70 y 80. La hábil mano de Ramon Font, periodista y actual delegado de la Generalitat en Lisboa, hacía milagros, como bien pudieron comprobar primero Jordi Pujol y después Pasqual Maragall.

Y es que, en el fondo, el expresidente de la República portuguesa siempre pensó que quién mejor podía entender a los catalanes eran los portugueses y que también había una deuda histórica a pagar. ¿Hubiera sido posible la independencia de Portugal si Felipe IV no hubiera dedicado sus mejores hombres a la guerra dels Segadors y se hubiera despreocupado de Portugal? Soares creía que la respuesta era seguramente que no, o que el precio pagado por Portugal hubiera sido mucho más alto. En cualquier caso, consideraba que los portugueses tenían una deuda a saldar y por eso siempre resaltaba su amistad con Catalunya. Por eso, su muerte, a los 92 años, es especialmente dolorosa, ya que Catalunya no está sobrada de apoyos de tanto prestigio en la esfera internacional.