La parada completa de la red de Rodalies y Regionales de Renfe de este viernes en toda Catalunya no es que sea la gota que colma el vaso. Es algo mucho más grave y profundo: es la demostración palmaria de cómo un Estado hostil como el español puede ir mermando día a día la capacidad de la economía catalana, maniatando sus palancas para impedir mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos, ahogar sus expectativas de ser un país mínimamente normal en el que las infraestructuras funcionen y que algo tan sencillo como que los trenes salgan y lleguen a la hora sea una realidad. Horas después de que el país quedara paralizado con una avería, desde 600 kilómetros se nos ha dicho que tenía que ver, probablemente, con el hardware de un disco duro. Una explicación nada convincente, ninguna dimisión por el desaguisado cometido y una disculpa que, en ningún caso, justifica su incompetencia.

Aunque la independencia es el objetivo final de muchos catalanes, me atrevería a decir de la mayoría de los catalanes, es imperativo mientras tanto poner punto final al actual estado de cosas. Ser más exigentes como Govern y grupos parlamentarios en la reclamación del traspaso integral de Rodalies con un control efectivo de trenes, vías, estaciones, catenarias y centros de mando. Hay que gestionar mejor que hasta la fecha los márgenes que deja la política y los apoyos parlamentarios a un Gobierno español que está en flagrante minoría. Y, si no sale adelante, que convoque elecciones.

La autonomía es un marco mental superado pero, en estos momentos, es el terreno de juego en el que el Govern y los partidos independentistas han de demostrar también que son útiles, que son ambiciosos, que son rocosos en la exigencia de competencias y, sobre todo, que son inteligentes. Si no, tampoco es extraño que haya frustración. No es que no se haya logrado la independencia, es que la capacidad para mejorar la vida de los catalanes ha sido bajísima.

Hace 15 años, en 2007, debido al caos ferroviario y por las infraestructuras, alrededor de 700.000 catalanes, según los organizadores, bastantes menos según la policía, salieron a manifestarse por las calles de Barcelona proclamando que Catalunya era una nación y, en la pancarta, 'decimos basta y tenemos derecho a decidir sobre nuestras infraestructuras'. Es evidente el resultado de aquella denuncia por el tiempo transcurrido y también es evidente que estamos donde estábamos. O peor, la situación es aún más pésima. Las inversiones de Adif se ejecutan año tras año de manera que Catalunya recibe un trato y Madrid otro, lo mismo sucede con las nuevas vías de tren o con la ejecución de los presupuestos generales del Estado. Año a año, no hay parámetro que se pueda justificar mientras el déficit fiscal no hace más que aumentar.

Solo se puede compartir toda la catarata de protestas y denuncias del Govern y de los partidos políticos. Incluso los comunes piden explicaciones al Gobierno español del que forman parte, aunque la ministra es del PSC. Pero todo el mundo sabe que la solución solo es una: el traspaso integral de Rodalies. Nada sustancial cambiará si no se lleva a cabo, si no se produce el control total de esta infraestructura. Es así de sencillo y así de difícil. Lo sabemos perfectamente en Barcelona y también en Madrid. Ellos no la transfieren y nada revierte esta situación. Y los catalanes padecen una permanente tomadura de pelo. Y el Govern no se planta, hace tuits. Y los partidos independentistas tiran por la borda el peso de sus votos porque la unidad ya no se lleva, forma parte del pasado. Hay que ir a la greña aunque los catalanes se queden en el andén. Eso sí, con billetes gratis.