La decisión del Tribunal Constitucional de Polonia negando la supremacia de la legislación comunitaria sobre la del propio país está desencadenando, como era previsible, una verdadera batalla política en la que, se mire como se mire, Europa tiene mucho que perder si no se corta de raíz. Aunque a Polonia solo le ha dado apoyo Hungría y el gobierno de su primer ministro ultranacionalista,Viktor Orban, el conflicto es enormemente importante, ya que la posición que acabe adoptando la Comisión Europea tendrá consecuencias sobre el resto de los estados miembros de la UE. La manga ancha para las posiciones de Polonia y de Hungría será leída como un mensaje de que la legislación comunitaria se la puede pasar cada país como quiera por el forro y, al revés, una señal de máxima contundencia sancionadora retraerá a los países que pueden tener la tentación de seguir sus pasos.

España, o, más en concreto, los tribunales españoles, y sobre todo la alta magistratura, el Tribunal Supremo, y también el Tribunal Constitucional han demostrado en los últimos tiempos encontrarse cómodos manteniendo, contra viento y marea, posiciones que en otros países han sido radicalmente diferentes. Me estoy refiriendo a las condenas que tuvieron por parte del Supremo los líderes del proceso independentista catalán, que fueron condenados a más de un centenar de años de prisión por sedición —inicialmente se les pedía incluso rebelión— mientras los tribunales europeos han mantenido libres a todos los exiliados y han negado todas las órdenes de extradición que se han presentado.

Por eso, una sentencia condenatoria clara para Polonia devolvería la prelación a la justicia europea sobre la justicia de los estados y clavaría un dardo envenenado a los que creen que el Tribunal Supremo puede hacer y deshacer prescindiendo de la doctrina que emerge desde el Tribunal General de la Unión Europea con sede en Luxemburgo. El europarlamento acaba de pedir este miércoles incluso que se prepare un litigio contra el ejecutivo comunitario por no cumplir con su obligación de activar el mecanismo de condicionalidad que permite restringir la financiación comunitaria a aquellos países que se saltan la primacía del derecho comunitario.

Este debate entronca con el de la inmunidad parlamentaria de los eurodiputados independentistas, que pueden circular por todo el territorio de la Unión Europea. España ha advertido que las órdenes de detención contra ellos están vigentes y que, en consecuencia, serían detenidos si cruzaran la frontera. El president Puigdemont y los consellers Comín y Ponsatí han llegado hasta la Catalunya Nord en varias ocasiones, sin ningún problema con la gendarmería francesa, pero las amenazas españolas han surtido su efecto porque nadie duda de que, efectivamente, si cruzaran la frontera serían detenidos. 

Pero todo esto tiene fecha de caducidad si la Comisión Europea enseña los dientes a los que se alejan de su doctrina y dejan que en sus respectivos países la selva jurídica funcione y haya dos legislaciones preeminentes y, en consecuencia, ninguna es más importante que la otra. Ahora que se está en el inicio del debate con Polonia es el momento de realizar un acto de rearme europeísta utilizando los recursos a su alcance para hacerla rectificar. De ello, todos saldremos ganando. Bueno, todos no. La alta magistratura española, no.