Una de las características de la justicia española desde que desembarcó, en 2017, con toda la fuerza y autoridad del Estado para revertir la situación generada por el referéndum del 1 de octubre y la declaración de independencia del día 27 del mismo mes, ha sido el atribuirse la facultad de decidir quién se presenta a unas elecciones y quién no. Poco se dice de lo que es, en la práctica, una anomalía en Europa. Así, por la vía penal, se apartan candidatos de la carrera política y se hacen trajes a medida, a criterio del magistrado sentenciador de turno. Solo los exiliados, y por la vía del Parlamento Europeo, han conseguido saltarse el muro jurídico de Llarena y Marchena, así como el de la Junta Electoral Central. Los últimos que pagarán esta arbitrariedad del Supremo serán Oriol Junqueras, Jordi Turull, Raül Romeva y Dolors Bassa, todos ellos miembros del Govern de Carles Puigdemont y a los que se les ha aplicado la malversación agravada para mantenerles una inhabilitación en cargo público de entre 12 y 13 años.

¿Por qué ellos y no otros? Para contestarnos esta pregunta la hemos de ver con los ojos del Tribunal Supremo y no con la mirada en el guerracivilismo existente en el seno del mundo independentista. El deep state tiene en el radar de la represión, de manera muy destacada, al president Carles Puigdemont, convertido por situaciones de la vida e inteligencia de su equipo de abogados, que coordina Gonzalo Boye, en una pieza inalcanzable para Pablo Llarena. Una pieza de caza mayor y, sin duda, la mayor frustración de este magistrado que lleva dedicados más de cinco años a una persecución tan implacable como frustrante. La última sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), en contra de lo que esperaba el Supremo, ha puesto más difícil que prosperen unas nuevas euroórdenes. Tanto es así, que, aunque han transcurrido dos semanas, estas no se han emitido y no hay fecha prevista para ello. Desde el 31 de enero, Puigdemont (también Toni Comín) respira tranquilo y, supongo, Llarena busca algún resquicio para no fracasar en la que, seguramente, será la última euroorden contra los exiliados en Bruselas tras la advertencia del TJUE sobre la reiteración en la utilización de este mecanismo.

Que el Supremo acabe decidiendo sobre las listas electorales, sea la convocatoria que sea, municipal, catalana, española o europea, es una anomalía democrática a la que no deberíamos acostumbrarnos.

En un segundo estadio para el Supremo están Junqueras y Turull, números dos y tres de aquel Govern y, en estos momentos, los máximos dirigentes de Esquerra y Junts. El Supremo, que asegura que no hace política, claro que la acaba haciendo: a los números uno de Esquerra y Junts se les cierra el camino a ser candidatos hasta el 2030 y el 2031, y, en todo caso, tienen luz verde, lo que se podrían interpretar de una manera más general y con Puigdemont en el exilio los números tres de aquella insurrección de 2017, Marta Rovira y Josep Rull. El supremo se reserva el dominio de un factor tan importante como el tiempo, y ese acaba siendo su as a la hora de aplicar la represión y singularizar sus movimientos. Un último dato: de los cuatro inhabilitados hasta la próxima década, Turull es el peor parado por el tiempo que estuvo en el Govern, algo más de tres meses, del 14 de julio al 30 de octubre, que quedó disuelto por Mariano Rajoy.

Que Catalunya no vive una situación propia de un país normal es una evidencia palmaria. Que tanto tiempo después siga siendo el Supremo el que acabe decidiendo sobre las listas electorales, sea la convocatoria que sea, municipal, catalana, española o europea, es una anomalía democrática a la que no deberíamos acostumbrarnos. No podrá haber una situación normal hasta que todo esto se corrija. La agenda del reencuentro del PSOE, más allá de ser una falacia, pretende pasar por encima de esta anomalía que pasa por encima de la realidad, atropellando derechos y fabricando relatos falsos. Intentando hacer de la libertad y del derecho a ser elegible algo a transaccionar.