El presidente francés, Emmanuel Macron, que ganó la reelección para un segundo mandato el pasado mes de abril, acaba de hacer algo muy impopular en política como es jugarse su carrera política por una decisión que considera que es la mejor para su país. Su decisión de aprobar por decreto la reforma de las pensiones, sin votación en la Asamblea francesa —y que posiblemente habría supuesto una derrota parlamentaria— haciendo uso de las atribuciones presidenciales, es una decisión muy poco al uso, con la que políticamente no gana nada y que pone en serio riesgo su segundo mandato. Veremos si es capaz de esquivar unas elecciones generales que le obliguen a una cohabitación con la izquierda. Unos comicios en los que, además, su partido La República en Marcha, un movimiento que gira alrededor del aura del inquilino del Elíseo, entre en una seria crisis y quién sabe si incluso corra el riesgo de su desaparición.

En este caso, es evidente que han chocado dos intereses claramente contrapuestos: los del Estado, con una medida tan impopular como es la ampliación progresiva de la edad de jubilación, que pasa de los 62 años en la actualidad a los 64 en 2030, a razón de un trimestre por año —en España está fijada oficialmente en 65 años, aunque desde 2013 se está viendo incrementada paulatinamente para que, en 2027, alcance los 67 años—; con la legítima preocupación de la gente que ha salido, muy masivamente, a protestar contra el claro recorte a un derecho laboral adquirido. Y eso que en Francia ya llevan seis huelgas generales para protestar contra los planes de Macron y en la última de ellas, el pasado día 8, más de 3,5 millones de personas salieron a la calle para protestar. Una situación de reivindicación laboral muy diferente, por ejemplo, a la de España, que no vive una situación de huelga laboral desde 2012 a raíz de la séptima reforma laboral impulsada por Mariano Rajoy y que implantaba un despido más barato.

El movimiento de Macron tiene una cierta similitud, por impopular, con el que protagonizó el excanciller alemán, el socialdemócrata Gerhard Schröder, que con el cambio de siglo puso en marcha un gran programa de reformas socioeconómicas que le acabaría costando el cargo. Todo el mundo lo sabía, y Schröder el primero, que retener la cancillería sería una misión imposible con las reformas que estaba llevando a cabo. Pero la Alemania que se encontró y que aprovecharía su sucesora Angela Merkel para un largo mandato, por otra parte muy importante, de 16 años, habría sido muy diferente en el terreno económico sin que su antecesor se acabara inmolando. Salvando todas las distancias, en España, el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, presionado por Europa, Estados Unidos y China, también tuvo que modificar su política económica en 2010 con unos recortes de reducción de gasto y un recorte de sueldos públicos sin precedentes, que precipitarían su caída en 2011.

Macron no ha tomado un camino fácil en una Francia en que desde que acabó el primer septenato del expresidente François Mitterrand —y eso sucedió en un muy lejano 1988— había sorteado las respuestas estructurales importantes que tenía que hacer. Y eso ha sucedido con el segundo mandato de Mitterrand, los dos de Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, François Hollande y el primero de Macron. Han pasado más de 35 años en que la presidencia de la República ha llegado al Elíseo con unos compromisos electorales y han desistido uno a uno a todas sus promesas, ya que la respuesta popular ha sido de una contundencia importante y en un país donde el peso de lo público y el papel de los sindicatos no tiene equiparación posible con España.

Un total de casi un centenar de diputados ya han presentado una moción de censura para tumbar el gobierno de Macron este mismo viernes y el círculo se le irá, muy probablemente, estrechando. Pero eso, obviamente, ya lo sabía. Veremos cuál es su nivel de resistencia y si, en el futuro, alguien tira atrás esta medida o simplemente se limita a hacer un acto de postureo.