Fijar un rumbo y seguirlo. Este había sido hasta la fecha uno de los axiomas irrefutables de cualquier actuación política merecedora de ser considerada como tal. Saber a dónde se quiere llegar, con quien se quiere ir, cómo se pretende llegar y cuándo se pretende alcanzar el objetivo. Quim Torra llegó a la presidencia de la Generalitat el 17 de mayo de 2018, de manera imprevista y excepcional. Se han cumplido ahora dos años y el análisis de su mandato no puede hacerse bajo viejos parámetros ya que es imposible dejar de lado la anomalía democrática que supone hacerse cargo de un país en estado de shock por la suspensión del ejecutivo de Puigdemont y Junqueras, la disolución de las instituciones democráticas de autogobierno y la prisión o el exilio de los miembros del Consell Executiu. A todo ello, con el estado español en contra y la implacable persecución judicial.

Hecha esta salvedad, son agotadores los desencuentros entre los dos socios del Govern y en muchas ocasiones cuesta saber qué orientación marca la brújula del ejecutivo. El mismo Torra debía tener la impresión de que el tiempo para el que fue escogido estaba llegando a su fin cuando el pasado 26 de enero, y sin que viniera a cuenta, abrió de par en par las puertas del final de legislatura y dio a entender que los comicios catalanes serían después de la aprobación de los presupuestos de la Generalitat, cosa que se produjo el pasado 24 de abril.

Es obvio que entre enero y abril han sucedido cosas tan graves como la pandemia sanitaria que se ha cobrado en Catalunya la desgarradora cifra de casi 12.000 vidas y esta tragedia humana se solapa ya con la crisis económica que empieza a asolar el territorio y a mostrar un rostro devastador en cuanto al empleo, la desaparición de negocios, la inviabilidad para decenas de miles de autónomos y la destrucción de nuestra manera de vivir. Los déficits de la presidencia y del Govern en muchas áreas de su labor ejecutiva están ahí pero también hay que resaltar la gestión de la crisis sanitaria, que se ha llevado a cabo con acierto y estableciendo pautas de confinamiento que a menudo han marcado el camino que después ha seguido el Estado. El colapso de las residencias de gente mayor se debatirá ahora en el Parlament y muchos protocolos ciertamente deberán cambiar.

En las últimas semanas ha habido un intenso debate sobre la conveniencia o no de convocar elecciones y todos los partidos han hecho públicas sus posiciones. El president, también. Y Torra es, en última instancia, quien las debe convocar ya que es el único que tiene el botón nuclear, o sea, la capacidad legal para llamar a los catalanes a las urnas. Su decisión parece, hoy por hoy, irreversible: mientras el Tribunal Supremo no entre en la recta final de su inhabilitación por la pancarta del Palau de la Generalitat no hará movimiento alguno. Y no parece probable, de hecho es del todo improbable, que una moción de censura revierta esta situación.

Despejada esta incógnita, el dilema es si este Govern debe llegar sin cambio alguno al final de la legislatura, que no se sabe cuando será, o si por el contrario son necesarios algunos retoques para abordar la nueva etapa, muy centrada en la crisis económica y en las necesidades sociales de todo tipo. Me consta que en las dos orillas del Govern este debate, de una manera informal pero perceptible, está más o menos abierto y que en uno y otro partido hay opciones a favor y en contra. También consta algo inherente a todos los presidentes: es más fácil hablar de cambios que hacerlos.

Al menos, hay cinco razones para remodelar o ajustar el Govern. La primera es que si no va a haber elecciones, el ejecutivo necesita un impulso ya que llega exhausto por la crisis sanitaria. Segunda, es necesario que se visualicen mejor las áreas de gobierno que van a ganar protagonismo ya que las prioridades no van a ser las de estos dos últimos años. Tercera, no tiene que haber obstáculo alguno a la hora de, por ejemplo, fusionar departamentos o crear de nuevos. Los gobiernos han de estar al servicio de las necesidades de la gente y eso no se debería perder de vista.

Cuarta, el despegue económico tiene que ser la prioridad y es necesaria una cohesión mayor entre los departamentos ya que el actual Govern será juzgado preferentemente por la gestión de la Covid-19 y por las bases que haya sentado para la construcción del país que hoy aparece triturado. Y quinto, la política de ir tirando acabará siendo irrespirable tanto para JxCAT como para ERC. Cuando las personas tienen dificultades para comer, el estallido social puede acabar llegando. Y esa situación sería del todo ingobernable y abriría el camino a los populismos.

Lo más difícil en política es gestionar los tiempos. Quim Torra y Pere Aragonés han de acordar el rumbo mirando más al futuro que entreteniendose en el pasado. Y no hay mucho tiempo para ello.