Este jueves a las 12 horas el president de la Generalitat, Quim Torra, se sentará en uno de los sitios destinados al público y desde allí podrá seguir el juicio de casación del Tribunal Supremo para su inhabilitación como president de la Generalitat. De materializarse la petición de la Fiscalía, será el segundo president en ejercicio que es desposeído de su cargo por el Estado español, después de que en octubre del 2017 Mariano Rajoy cesara en sus funciones a Carles Puigdemont y a todo el govern independentista en aplicación del artículo 155 de la Constitución. En aquella ocasión fue por un referéndum y por la proclamación (temporal) en el Parlament de la independencia de Catalunya; en esta ocasión, si se consuma la inhabilitación, Torra tendrá que dejar el cargo por colgar una pancarta en el balcón del Palau de la Generalitat reclamando la libertad de los presos políticos con un lazo amarillo.

No deja de ser sorprendente que ante un juicio cuyo resultado más normal fuera la absolución del acusado y, en todo caso, una multa económica, todo el mundo apueste en cambio por la inhabilitación e incluso los grupos de la oposición en el Parlament hayan aprovechado el debate de política general de este miércoles para despedirse de él. Si una casa de apuestas hubiera entrado en el juego, estoy seguro de que se pagaría pero que muy bien que el Supremo rechaza la inhabilitación, ya que esta opción aparece como más que descartada.

La pregunta, por tanto, no puede ser otra: ¿Qué lleva a pensar que la justicia española va a hacer justamente lo contrario de lo que indica el sentido común y que muchos juristas han definido claramente como un acto de posible prevaricación? ¿Hay margen para la sorpresa ante tan poca solidez en la acusación y el temor al rapapolvo de la justicia europea ante tal atrocidad jurídica? ¿Cabe pensar en una situación similar en Francia, Alemania o el Reino Unido o estaríamos hablando en el caso de la pancarta de un acto encuadrado dentro de la libertad de expresión que no puede ser castigado con una sentencia a todas luces desorbitada? ¿Por qué España siempre se aleja en este tipo de temas de la doctrina europea y tan pronto condena a un rapero a prisión como se lleva por delante a un president por una pancarta? Porque, al final, la proporcionalidad también es algo a tener en cuenta.

Es obvio que Torra no tuvo un juicio justo en el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya cuando fue condenado el pasado mes de diciembre a un año y medio de inhabilitación por un delito de desobediencia a la orden de la Junta Electoral Central, un organismo partidista y claramente en tela de juicio. Una condena que solo es entendible en el marco de la causa general abierta contra el independentismo y que situó en su periscopio primero a Artur Mas y a su Govern por la consulta del 9-N de 2014, después a Puigdemont y a su ejecutivo por los hechos de octubre de 2017 y ahora a Torra. No es una cosa menor interferir judicialmente contra tres presidents de la Generalitat, decenas de consellers y cargos intermedios de la administración catalana en menos de seis años. Alguien debería sonrojarse a 600 kilómetros de que esto pudiera estar pasando en la dimensión que está sucediendo y con el nivel de represión de todo tipo que se está utilizando.

Porque este juicio en última instancia no va de Quim Torra ni de su inhabilitación, por muy dolorosa que sea. Va, fundamentalmente, de la peligrosa senda en la que ha entrado el Estado español, en que cualquier violación de las leyes acaba siendo más o menos aceptada si por el camino el perjudicado es un independentista. Y esto siempre acaba siendo muy nocivo para un sistema democrático.